El cliente no siempre tiene la razón

Danae Súarez

Tienda de zapatos. Foto: Stephen Wong

Cada vez que voy a un establecimiento público recuerdo aquel proverbio chino que reza: “Aquel cuya cara no sonríe, no debe abrir una tienda.” Y es que en el mundo actual para vender, es una condición sine qua non, esforzarse por garantizar un buen servicio al cliente, dejándolo, satisfecho, complacido y si es posible con deseos de regresar.

En nuestro país tristemente no sucede así.  Muchos y cuestionables son los factores que atentan contra un buen servicio a la población, que van desde la falta de mercados competitivos (el cubano de todos modos tiene que ir a comprar a las mismas tiendas) hasta un sistema de valores lacerado y una pirámide social invertida.

Aquí parece que nadie está interesado en vender.  En nuestros establecimientos se ven cosas absurdas.  Lo mismo puedes ver regañar a un cliente en un bar por estar usando constantemente “la vitrola” y prohibirle terminantemente echar un medio mas bajo amenaza de ser expulsado del establecimiento, que ver a un dependiente en una zapatería ponerse bravo porque el par de zapatos que pediste no te quedó, o hasta cosas tan desatinadas como la que me sucedió hace unos días.

Sucede que fui a comprar unos helados para celebrar el cumpleaños a mi abuela y llegando al “Ditú” (pequeño establecimiento en CUC) pedí dos helados de chocolate

La muchacha, de mala gana, pues al parecer no conocía el proverbio chino, se inclinó a la nevera y extrajo dos helados “de vainilla”

Cuando fui a reclamarle, por mis helados de chocolates me dijo, muy segura y descompuesta:

-Tú me pediste dos helados de vainilla.

Quise explicarle que yo y solamente yo conocía mis gustos en cuanto a helados, y que era imposible que hubiera pedido dos helados de un sabor que ni siquiera me gusta pero preferí evitar una discusión, sabía de ante mano que en nuestro país de nada vale ser el cliente; debía someterme, pedir disculpas, estaba en desventaja y hasta podía quedarme sin helados, así que la mire jovialmente y le dije sin mucha explicación:

-Perdón, quiero dos helados de chocolate.

Ella hizo una mueca, volvió a la nevera renegando, cambio los dos helados, me recogió el dinero, y mientras murmuraba Dios sabe que maldición, me cobró.

¿Y yo?  Pues yo, casi tengo que pedir disculpas por habérseme ocurrido ir a comprar helados.

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