Imágenes del día de los CDR

Daisy Valera

Edificio del CDR Nacional

HAVANA TIMES—Hace casi una semana que terminó el congreso de los Comités de Defensa de la Revolución (CDR), pero todavía Fidel Castro nos mira desde las pancartas rojas y verdes diseñadas para la fecha.

Con pose de padre petulante parece regañarnos. Parece desafiarnos con su largo dedo acostumbrado a golpear todas las mesas de La Mesa Redonda.

Las banderas cubanas cuelgan todavía como olvidadas en cordeles y balcones, lavándose con la lluvia de estos días.

El pasado 28 de septiembre se celebró el fin del congreso y un aniversario más de los CDR.

Los barrios se llenaron de humo de fogatas, de reguetón, de líquidos oscuros y viscosos (caldosas de cabezas de puerco) preparados en calderos tiznados.

Cada comité estuvo listo con su mesita/altar a la miseria. Altares sarcásticos con cake duro dentro de las cajas para las tortas que se venden en CUC, ron aguado,  vino barato y sirope espantosamente dulce. La asignación estatal de productos no mejoró este año.

De niña me gustaban los 28 de septiembre; ya había pasado el tiempo en que los cederistas tiraban huevos y tomates contra puertas y vecinos. En los 90 no sobraba nada.

En la  mañana del día de los CDR los niños del barrio nos reuníamos y dividíamos en dos bandos para recoger  materias primas y viandas. Recorríamos los edificios yugoslavos cargados de  plátanos burros y tubos de aluminio aplastados que habían sido de pasta dental.

Al mediodía comenzábamos a “engalanar” el barrio: amarrábamos a las rejas pencas de palmas, hacíamos cadenetas recortando periódicos y colgábamos los trozos de papel de aluminio que sobraban  en la producción de tapas de litros de leche.

Banderas en Centro Habana

El momento más emocionante siempre era la noche, una   “guardia pioneril” que traducíamos como “jugo a las escondidas con los uniformes puestos”.

Permanecimos despiertos hasta que nos entregaban un papel que debíamos llevar el día siguiente en la escuela como muestra de que habíamos sido vigilantes y combativos.

No podría precisar cuando fue que toda la dinámica que caracterizaba a los barrios cubanos se diluyó.

Los vecinos dejaron de sentarse a tomar el aire y conversar por las noches en los bancos y aceras.

Las reuniones de los CDR se fueron espaciando.  Se acabaron los domingos de trabajos voluntarios y los jardines de las áreas comunes fueron tragados por la hierba.

Finalmente la fiesta del día 28 parecía un funeral que terminaba en cuanto se escuchaba la música de la novela de las 9.

El congreso ha sido un despliegue casi místico para la resurrección de una organización bien muerta.

La cruda cotidianidad cubana, marcada por el lema “sálvese quien pueda”, deja poco tiempo para la chivatería gratuita o el surgimiento de iniciativas colectivas.

Los dirigentes hablan de evitar la indisciplina social, la proliferación de las drogas; llaman a donar sangre y a hacer campañas de saneamiento e higiene.

El pueblo escucha reguetón, constata el aumento de desempleados y el estancamiento de los salarios.

Pero algo se va resolviendo: ahora las guardias cederistas en defensa de la Revolución las realizan los veladores de los nuevos negocios privados.

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