¿Por qué el socialismo?

Armando Chaguaceda

Camino a casa. Foto: Caridad

HAVANA TIMES — Hace unos días, mientras compartía una velada con una joven pareja de compatriotas, debatíamos sobre los colores ideológicos de la Cuba futura. Gente sensible y bien formada, hijos del (buen) legado educacional de la Revolución Cubana, mis amigos se mostraban pesimistas sobre las oportunidades de una opción socialista, como solución a los problemas cubanos.

“No hay chance, –me decían- aunque traiga costos parece que la solución será tocar fondo, acelerar las reformas capitalistas, para resolver el desorden y atraso acumulados”.

Semejante reflexión, en personas que admiro y respeto por sus valores y por un compromiso social demostrado en empeños bonitos y cotidianos –que van desde la ecología al software libre-, me puso a pensar sobre el descrédito de la idea socialista, en buena parte de nuestro pueblo.

Viviendo (y padeciendo) los rigores de un modelo estatista -que dura ya medio siglo-, es entendible que al vecino de Marianao o Placetas le horrorice la posibilidad de darle, a ese ismo, una nueva oportunidad.

Junto a tal perspectiva, un sector no despreciable de la población (envejecido, resignado) asume la decisión de seguir viviendo bajo el patrón actual, por el temor a un cambio que, como evidenció la experiencia esteuropea, no dejara de ser traumático. Neoliberales o neoestalinistas: esas parecen ser las opciones restringidas del menú antillano.

Sin embargo, habida cuenta de los problemas del presente -que abarcan desde las carencias materiales acumuladas al menoscabo de libertades y derechos humanos- y las que se avecinan -incremento de las desigualdades, de todo signo- creo que, lejos de rendirnos, hay que dar la batalla por el futuro de la opción socialista.

Ello es, ciertamente, algo difícil de sostener bajo una expansiva hegemonía capitalista como la que enseñorea la isla; hegemonía que abarca los consumos culturales, la devaluación de la solidaridad auto-organizada y el visible protagonismo de los sectores economicistas y tecnocráticos de la academia y política cubanas.

Pero si queremos que Cuba no sea -como vaticinó, con triste profetismo, un prestigioso intelectual cubano- un mercado sin república, me parece que habrá que dar la pelea.

Hacerlo supone, lejos de lo que algunos pregonan, abandonar los utopismos abstractos. Se trata de defender propuestas viables de gestionar los servicios sociales, de regular las empresas fundamentales y de someter a discusión –a todo nivel- los gastos del estado. Implica impulsar el cooperativismo, los presupuestos participativos y los sindicatos independientes.

Demostrando con ejemplos- que existen, como archipiélagos de autodeterminación, dentro de este mundo capitalista- que lo colectivo no equivale a lo estatal, lo participativo no es un mero disfraz de lo autoritario, y que la ineficiencia “socialista” no se supera con privatizaciones.

Trabajadores. Foto: Caridad

Recuperando experiencias reales y virtuosas, como los sistemas de cobertura social nórdicos, las redes de economía social uruguaya y las políticas públicas del actual gobierno ecuatoriano.

En el campo específicamente político, se trata de construir una democracia sustantiva (representativa, participativa, deliberativa) donde no existan exclusiones por motivos ideológicos y donde las hegemonías se ganen a golpe de razón y debate y no de porrazos acompañados por su (irreversible) congelamiento institucional.

Una democracia transinstitucional, de organizaciones políticas y sociales, donde la ciudadanía mande y la soberbia de los burócratas no sea sustituida por la autoreferencia de (nuevas o recicladas) elites partidistas y empresariales. Y donde las Batallas de Ideas no se suplanten por Campañas de Mercadeo.

La historia de la Cuba prerrevolucionaria fue una larga secuencia de gobiernos autoritarios, que arrancaron en la colonia y abarcaron dos férreas dictaduras anticomunistas, apoyadas por Washington.

Sin embargo, no faltan hoy liberales cubanos, demócratas y patriotas –parte ineludible de la nación- que recuperan el legado de una prensa plural (como la republicana) y un constitucionalismo progresista (1940) para seguir pugnando en pro de la instauración de un Estado de derecho –con tripartición de poderes y pluripartidismo- afín a los cánones clásicos de la democracia representativa.

Entonces, si otros tienen todas las fuerzas y el derecho para soñar un futuro distinto ¿porque nos negaremos, desde la izquierda, a intentar un socialismo diferente, como alternativa al régimen vigente y a sus sucedáneos neoliberales?

En pocas semanas se cumplirán cinco años de aquel primero de mayo cuando, pese a las amenazas represivas, un grupo de compañeros salimos a la Plaza de la Revolución, a desfilar en el día de los trabajadores con una manta que decía: “Abajo la burocracia, vivan los trabajadores. Mas socialismo ¡” .

A la luz del presente, no puedo sino reconocer la pertinencia de aquella acción, donde nos sobrepusimos al temor para defender –sin sesgo alguno- la soberanía nacional y popular.

Recuerdo que entonces vislumbramos- en la alegría, sorpresa y complicidad de la gente- una posibilidad para el futuro.

Porque si algo (creo) debe distinguir a un socialista no es la búsqueda de un mundo irreal y puro; sino la construcción, razonada, libre y colectiva, de mejores formas y espacios para convivir, aquí y ahora, como seres humanos.

Búsqueda en la que necesitaremos acompañar (y acompañarnos) de las luchas y aportes de todos los movimientos prodemocráticos, ambientalistas, feministas, antiimperialistas.

Todo lo que atente contra el feliz advenimiento de esta pluralidad emancipadora – sea el verbo de un mesías o la prédica de mercaderes- es, en el más raigal sentido de la palabra, profundamente reaccionario.

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