Armando Chaguaceda
HAVANA TIMES — Verónica no podrá sonreir, tomar helado o ir al cine con sus padres y amigos. Una bala asesina le arrebató el futuro el viernes pasado, cuando un joven de 24 años, armado de dos armas largas y sendas pistolas, cometió una masacre en Denver, Colorado.
James Holmes abrió fuego indiscriminado en la sala de cine justo cuando se estrenaba la última película de la saga de Batman, El caballero oscuro: la leyenda renace. Y cobró la vida de 12 personas, hiriendo a más de 50 espectadores.
El hecho se suma a la larga (y al parecer indetenible) lista de hechos luctuosos que de cuando en cuando impactan a la sociedad estadounidense. Las matanzas de Waco (1993), Columbine (1999) y ahora la de Aurora son caras de una misma moneda.
Expresiones macabras de una sociedad donde el culto a la violencia –institucional y privado- se tiñe de colores religiosos y conservadores y se confunde con el sacrosanto respeto a la libertad.
En un país donde los poderosos lobbystas de la National Rifle Association vetan cualquier intento de regulación del mercado de armas de fuego con la misma pasión con la que el Té Party atacó, durante meses, a la moderada reforma de salud de B. Obama.
Coletazos domésticos de una lógica imperial y ultracapitalista cuyas credenciales externas bien conocemos los latinoamericanos.
Será porque al vivir en México conozco (y sufro) cada día los efectos del incontrolable tráfico de armas provenientes del Norte, que alimentan la ola de violencia que inquieta nuestros vecindarios.
O porque, como evidencié hace semanas con el trágico deceso del hijo de unos amigos, nada me parece más absurdo que la muerte de un niño.
También porque crecí en una isla donde –aunque la crispación y la pobreza crecen- la violencia armada no es asunto cotidiano y donde se rechaza su encumbramiento mediante los efectos de la educación y la regulación de la tenencia de armas.
Lo que hoy me estremece, cada vez que enciendo las noticias, es ver la sonrisa de Verónica Moser-Sullivan y saberla trunca. Y tener el convencimiento de que tales desgracias se repetirán, allende la momentánea indignación de la opinión pública global.
A fin de cuentas, en una sociedad vibrante como la estadounidense, han logrado enraizarse los huevos de serpiente del fanatismo, el individualismo extremo y el culto a la violencia.
Que amenazan el legado vital (liberal y progresista) de sus fundadores y ciudadanos, porque su utopía conservadora es clara: se basa en la defensa de un mercado sin república y en la privatización, racista y provinciana, del bien común.
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