De exilios y aplanadoras

la (otra) trasnacionalizacion del repudio (II parte)

Armando Chaguaceda

Día de invierno en La Habana. Foto: Caridad

HAVANA TIMES — En el post anterior hablaba de las campañas difamatorias y los actos de repudio orquestados desde la Habana contra críticos del establishment cubano.

Sin embargo, desde las antípodas ideológicas, también subsisten aquellos que en un sector del exilio -presa del odio anticomunista- magnifican el rencor y la sospecha entorpeciendo el necesario ambiente de pluralidad y diálogo que debemos forjar, cada vez más, entre todos los cubanos.

Y aunque no cuenten con la fuerza centralizada de un estado, otra maquinaria mediática, financiera y movilizativa hacen posible su subsistencia y talante agresivo.

En reiteradas ocasiones –la última hace pocos días- he sido, junto a otros amigos,  objeto de diatribas de más diverso grado provenientes de estos personajes.  Como regla no he respondido, considerando el derecho de todos a expresarse y lo contraproducente  que resulta un careo con semejantes opinadores.

Los “pecados” de identificarme con movimientos sociales críticos del neoliberalismo, defender la obra de intelectuales radicados en la isla o creer que en la Cuba revolucionaria se hicieron buenas cosas, se traducen en ser “cómplice de terroristas” “apologista de un asesinato”, “manipulador de la historia”.

Estos estremecedores “argumentos” han bastado para que se me cree otro expediente, con pruebas por mi trasnochado y cómplice izquierdismo.

Esta tribu tiene su propia genealogía. Los más furibundos e irreflexivos parecen heredar las banderas de quienes, en los años 60 y 70, arremetían con violencia terrorista contra sus compatriotas emigrados que, simplemente, deseaban visitar a la familia en su país natal.

Actitudes intolerantes como las mencionadas aquí son intrínsecamente antidemocráticas, y rechazables; su superación es un paso indispensable para el mejor país que queremos legar a nuestros descendientes.

Son los mismos que, en años recientes, han boicoteado la presentación de artistas de la isla o triturado, aplanadora mediante, los discos de un Juanes que se atrevió –con idéntica ojeriza de los funcionarios isleños- a organizar cantos por la paz en el corazón de la capital cubana.

Por suerte el cambio cultural y sociológico en la comunidad emigrada hace que estas personas sean demográfica (aunque no políticamente) minoritarias y, lo que es más esperanzador, declinantes.

La diversidad social, etaria e ideológica es creciente y se convierte en un atributo compartido de la comunidad trasnacional cubana, en cualquiera de sus locaciones. Quita piso a aquellos que, por el peso de los años , conveniencia política o apuro de converso, siguen alimentando el caudal de la intolerancia, que posiciona a los duros como conductores de la política cubana, y mantiene como rehenes al resto de sus compatriotas.

Cuando algunos se sienten con el derecho de insultar y amenazar indiscriminadamente al que disiente de su cerrado discurso, hacen una copia invertida pero fiel del guión que se hace en el Departamento Ideológico del PCC.

Quienes así actúan olvidan que la superación del autoritarismo dominante dentro de la cultura política cubana pasa por desmontar viejos y nuevos panteones de santos y demonios.

Que no existe una verdad histórica incuestionable (la Revolución maquiavélicamente traicionada por Castro versus la epopeya genialmente dirigida por el Comandante en Jefe) y que la sociedad cubana ha cambiado mucho desde 1959, tanto para bien como para mal.

Por suerte el cambio cultural y sociológico en la comunidad emigrada hace que estas personas intransigentes sean demográfica (aunque no políticamente) minoritarias y, lo que es más esperanzador, declinantes.

Esta gente recuerda el Escambray pero ignoran la Campaña de Alfabetización, magnifican el Mariel pero no la equidad social alcanzada en esos años, idealizan la etapa pre revolucionaria –“omitiendo” incluso algunos los crímenes de Batista- pero echan un manto negro sobre toda la historia posterior.

Los talibanes de la ultraderecha persisten en la idea de que todo aquel que honestamente haya creído (o crea) en una opción socialista y democrática para el futuro de Cuba debe expiar culpas ajenas, implorando perdón por los errores y violencia cometidos por sus gobernantes.

Guardo debido respeto por el drama humano que el triunfo de la opción política liderada por Fidel Castro significó para aquellos cubanos decentes -no oligarcas, terroristas o esbirros del batistato- cuyas creencias nacionalistas, cristianas y/o libertarias los distanciaron del rumbo ulterior de la Revolución.

Sus testimonios acerca del conflicto interno y el secuestro de ciertos derechos resultantes de la implementación del socialismo de estado son insustituibles para una comprensión diáfana del proceso político insular.

Aunque no compartamos una mirada común sobre la historia contemporánea del país –en particular sobre los acontecimientos de las década del 60 y 70- creo que sus vivencias forman parte de la memoria nacional y deberán ser incorporadas en un eventual proceso de diálogo y reconciliación nacional.

En resumen: si consideramos la práctica militante del repudio como un (falso) sustituto del debate cívico -donde la descalificación  usurpa el lugar de los argumentos y la amenaza suplanta a la deliberación- no  veo otra opción que rechazarla, en cualquiera de sus manifestaciones ideológicas y coordenadas geográficas.

Porque actitudes intolerantes como las mencionadas más arriba son intrínsecamente antidemocráticas, y –por sus connotaciones para la esfera pública- rechazables; su superación es un paso indispensable para el mejor país que queremos legar a nuestros descendientes.

 

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