Una historia común de solares habaneras

Por Ariel Glaria Enriquez

HAVANA TIMES — Juan Mariscal, a quien los niños del barrio apodamos el Oso por tener la espalda llena de pelos, fue un comunista de línea dura y espejuelos de pasta que siempre criticó nuestra educación y el compromiso ideológico de nuestras familias cuando escuchaba quejarnos de los muñequitos rusos.

Estaba casado con Nena, una frustrada burguesa que por la década del sesenta, cuando conoció a Juan Mariscal paseando por el Malecón de La Habana con uniforme de miliciano y grados de teniente, sintió llegado el final de su empeño de ser una señora respetable.

Elena, que ya vivía con sus tres primeros hijos al final del pasillo, en la segunda planta del solar, comprendió que aquella unión sería para siempre, cuando vio por primera vez al Oso sentado en la sala de Nena.

Villa, un asturiano anarquista y aficionado a la fotografía, fue quien trajó a la desvalida Elena a vivir al solar, y sin interés ninguno le dejó los cuartos del fondo. Se mudó al cuarto más pequeño, a medio pasillo entre la casa de Nena, que ocupaba todo el frente de la segunda planta, con un largo balcón a la calle y el final, donde Elena terminó de criar sus tres primeros hijos y concibió el resto.

Nena nunca perdonó esto al viejo asturiano, y al poco tiempo de casada con Juan el matrimonio dejó de hablarle a su vecino más cercano, después de una discusión sin razón por los límites del pasillo.

Fue entonces que el viejo Villa confesó a Elena algo que ella convirtió en su frase más reiterada “a los comunistas no hay quien los entienda”.

Por la época que dejaron de hablarle a Villa, Juan estrenó los espejuelos y le pusieron teléfono. A partir de entonces la vocación burguesa de Nena unida al aspecto de espía popular del marido dio a la pareja su identidad definitiva.

Interior del solar.

Por ser de los pocos vecinos que en aquellos tiempos tenían teléfono en el barrio y por los trozos de cake que recibieron las hijas mayores de Elena, quienes pudieron aparecer en sus fotos de quince posando junto al balcón hablando por teléfono. Fotos que, por aquellos años y alguna oculta razón, no podían faltar en los catálogos de las quinceañeras -entonces, en la actual plaza de las palomas, no existían coches tirados por caballos, donde las adolescentes de hoy posan como niñas de la época victoriana, ni palomas. Y el Caballero de París no era una estatua.

El asturiano Villa, cuya afición a la fotografía puede valer una crónica, murió más agradecido a Elena de lo que nunca estuvo anadie. Sin embargo, no le alcanzó el tiempo para dejarla como heredera universal de sus escasos bienes, y apenas dos semanas después de su muerte, sin más derecho que su  pinta de espía, el Oso tumbó la falsa pared divisoria entre su casa y el cuarto de su difunto vecino.

Elena, llena de necesidades e hijos, rescató de la basura centenares de fotos y apoyada por la mayor de las hijas se llevó todas las cámaras usadas en vida por el asturiano. Fue un gesto sin premeditación que, sin embargo, puso límite moral a la autoridad del Oso. “Ese día descubrí que Juan Mariscal me tenía miedo”, me confió Elena la tarde que me enseñó por primera vez la colección de cámaras.

El Oso se justificó ante la esposa con un discurso incomprensible, ocultando el sentimiento real que desde aquel día Elena intuyó y que quedó demostrado cuando la joven le cerró el acceso de la azotea al matrimonio.

Ocurrió un domingo, los niños más pequeñosjugaban en el suelo a perseguir una hilera de hormigas locas que se confundían entre los arabescos de las baldosas, cuando Nena se apareció bajo el arco del fondo, donde comenzaba la propiedad de su vecina, con sendos cubos en los que colgaban las patas de los pantalones de miliciano chorreando agua.

Azotea del solar.

Elena, con un tono que Nena evitaría desde entonces, le dijo, si tiendes la ropa en la azotea la quemo”. Muchas veces, durante mi infancia, la escuché morirse de risa haciendo el cuento, “parecía que traía al marido metido en el cubo”, decía.

Una tarde, Juan Mariscal, que nunca se enteró quién traficaba o apuntaba la bolita (lotería ilegal) y que, no obstante, presumía de verlo todo, supo que Elena volvería a parir cuando vio salir de la escalera a un tipo alto de bigotes tupidos y gafas metálicas. Le bastó echarle una mirada desde la perspectiva del balcón para irse a comer con la certeza que pronto habría otro muchacho jodiendo en la azotea o la escalera y recordó en voz alta al viejo anarquista.

Poco después de aquella tarde, un día de abril de 1980, bajo un aguacero imprevisto, la mayor de las hijas dejó el solar para siempre cuando supo que la madre estaba nuevamente embarazada.

Para la época que Elena dio a luz por sexta vez, su azotea se había convertido en el mejor espacio donde los niños de la cuadra podíamos jugar, y su casa, para mí, en una segunda casa.

 

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