Ariel Glaria Enríquez
En su última parición, el árbol dio más de cien mangos.
Una tarde de aquella temporada, en la calle, la esposa de Julio le dijo a la mujer del general que cuando quisiera pasara a recoger mangos. “Nosotros hacemos hasta compotas”, le explicó sonriendo. La mujer nunca fue.
Una mañana, al salir al patio, mis amigos descubrieron el árbol destrozado y muerto tendido del otro lado de la cerca. El general lo había mandado a cortar.
“Todos los días salíamos a mirarlo hasta que sus hojas se marchitaron y su tronco se secó”, me contaron.
Por más que reflexionamos juntos no logramos dar con una explicación que justificara el hecho. La única posible y de la que no dijimos nada fue que al general lo impulsó un odio profundo y ciego que no se adquiere en un día.
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