El estorbo del conocimiento

Alfredo Fernández

HAVANA TIMES — Desde un tiempo a esta parte añoro a los inquisidores de libros. Si, créamelo, me he sorprendido recordando a aquellos que durante el medioevo, y comienzo de la modernidad, hacían enormes piras con “peligrosos” textos de papel.

Quienes ordenaban semejante labor, creían que libraban a la humanidad del “estorbo del conocimiento”, con esto, sumergían a casi toda la Europa renacentista en una predecible e ingenua fe, que, entre más ignorante hacía al feligrés, también lo volvía más sumiso  ante la iglesia.

Para leer a Locke en España, por ejemplo,  había que tener un permiso papal. Los curas, quienes habían llevado la cultura en brazos durante siglos –y también a puntapiés- , se adueñaron del acceso al conocimiento, esa valiosa joya que solo puede ser de uso público y nunca monopolio de unos pocos.

Llegó la modernidad y el clero, con menos poder que en el medioevo, trató, infructuosamente, de administrar su uso a conveniencia. Algo semejante a lo que el gobierno cubano hace hoy para impedir libre acceso del pueblo a internet.

En apenas tres siglos el libro hizo avanzar el conocimiento varias veces más que todas sus formas precedentes de almacenamiento. Al final, el libro se impuso a la iglesia, y no fue hasta la llegada del fascismo a Europa, en los años treinta del pasado siglo, que regresaron las piras de libros. Solo a una ideología tan obtusa como esa podía molestarle el conocimiento.

No soy católico ni fascista ni admiro al régimen de La Habana, pero extraño a los inquisidores de libros. Si hubo quemas de libros, a comienzos de la modernidad, era porque también habían lectores. Ahora no hay inquisidores, pero tampoco  lectores. Les echo de menos a los lectores.

¿El desarrollo tecnológico nos ha privado del saber que se refugia en los libros? Hablo de “saber”, no de conocer, que no significan lo mismo. Lo que me resulta indigno es que ya no hagan falta semejantes instituciones inquisidoras para que las personas no lean.

Con la sorna del que sabe la respuesta, pregunté a mis alumnos “cuáles libros leen en éste momento”.  De casi ochenta sólo uno me respondió que “había comprado una novela con la intención de leerla”, el resto no estaba leyendo nada. Más aún, no habían leído una novela, ensayo, o libro de poesía últimamente. Las  justificaciones fueron muchas: “no tengo tiempo”, “los libros son muy caros” o “no tengo el hábito”.

Hoy los lectores somos una rara avis, casi siempre tildados de tipos raros y hasta desajustados sociales.

Nunca antes la humanidad había contado con tan pocos lectores como ahora. La  iglesia, los fascistas y hasta cuanto ponedor de cortapisas al conocimiento haya existido, jamás se hubiera imaginado semejante época, en dónde los reality shows, las telenovelas, el peor cine de Hollywood, los videos juegos y sobre todo la mala televisión, sustituyen a la iglesia y al fascismo, adueñándose por completo del entretenimiento humano.

Imposible divertirse conociendo las excentricidades de los Buendía,  o sorprenderse con ese increíble pueblo mexicano  de Cómala, donde todos están muertos,  y ni hablar de cambiar nuestra visión de la represión y el poder leyendo el genial ensayo de Michel Foucault,  “Vigilar y Castigar”.

Ojala y el regusto por la tecnología que hoy padece la humanidad, se revierta en una toma de conciencia por la lectura, acaso la única manera de acceder a un pensamiento propio, lo único que nos librará de la esclavitud de la opinión del poder a la que estamos sometidos en este mundo.

Disculpen esta confesión: si regresaran los quemadores de libros, casi sería feliz. Ese retorno significaría que se lee, que se conoce, que se puede acceder a nuevas formas de conocimientos. Ellos, los quemadores, no importarían tanto, pues al fin y al cabo, la gente siempre encuentra el libro que busca, si no, pregúntenle a los lectores cubanos.

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