La fiesta donde muchos lloran

Por Verónica Vega

HAVANA TIMES — Después de deleitarme con la ceremonia de inauguración de las Olimpíadas en Londres, un espectáculo donde la tecnología, ¡al fin!, puesta al servicio de un arte más conceptual que efectista, alcanzó momentos de exquisito lirismo… llegan las tradicionales competencias y con ellas, mi frustración porque en el deporte, inexorablemente, siempre que uno gana, otro pierde.

En la primera jornada, un boxeador marroquí, seguro de la victoria, esperaba el fallo del jurado con expresión radiante, pero al pronunciarse ésta, el referring alzó el brazo de su contrario… El semblante del marroquí se demudó en ese instante, y a pesar de que estrechó la mano de su oponente, de que abrazó a los entrenadores de éste, lloraba…

No pude menos que recordar el último decisivo juego de fútbol entre Italia y España, en la pasada Eurocopa. Por frívola inercia me había sumado a los que querían que ganara España, pero al ver la tristeza de los italianos en una humillación que parecía interminable, me convencí de que la visión de ninguna derrota me es disfrutable.

Entonces me siento como el poeta Ángel Escobar cuando decía: “Soy un feto, / acabo de nacer / dicen que tengo el síndrome de Down… (…) No me escogen, / me separan / me expulsan…”

En mi infancia, recuerdo que en los juegos no demostraba ser tan hábil como otras niñas y nunca ganaba, lo cual me hacía sentir muy infeliz. Al no ocultar mi decepción, me reprochaban que “yo no sabía perder”.

Han pasado tantísimos años y, sin embargo, temo que no he aprendido a perder todavía. Pero, ¿cómo aprender tan difícil lección de humildad cuando la sociedad solamente premia, halaga y beneficia a los ganadores? Si la madurez total se demuestra asumiendo con desenfado una derrota, ¿por qué no hay premios jamás para los perdedores?

El término “loser”, tan manoseado, se pronuncia con auténtico desprecio, y así como en el mundo el “éxito”, es definido y cuantificado por la sociedad misma, con sus implacables leyes donde no hay espacio para la humildad, (o la piedad) tampoco en el deporte hay espacio humano para los que no demuestran su superioridad temporal en una contienda donde la aspiración a la gloria (por efímera e impredecible que sea), es la única meta. Y la única recompensa.

El lamentable incidente del taewandoka cubano que, siendo perjudicado por la decisión del árbitro lo golpeó violentamente en pleno rostro en la olimpíada de Beijing, o la secuencia que ha saltado de computadora en computadora donde vemos al atleta cubano Dayron Robles empujando con el brazo a su adversario chino, demuestran cuánta desesperación subyace en cada competencia, y la tragedia que espera al perdedor si no se sacude a tiempo esta derrota virtual que sólo tiene  la ventaja del silencio y el olvido, porque la historia, ¡claro!, la escriben siempre los vencedores.

Está de más decir que esa misma ansiedad es la causa de la irrefrenable corrupción en el deporte: los atletas que se dopan o los juegos “arreglados”.

Por más que se defina el deporte como sano entretenimiento, por más que se enfatice el carácter “amistoso” de las lides, he visto dramas que asechan tras el momento en que se gana o se pierde, y que pueden arruinar vidas enteras. Y me alegro de no ser deportista ni haber tenido jamás sobre mis hombros la responsabilidad de la alegría o la tristeza de un país entero.

Y hubiera preferido también que este evento al que se destinaron millones (más todos los recursos invertidos en el entrenamiento de cada uno de los atletas que participan), tal como parecía en la sobrecogedora inauguración, fuese realmente un acontecimiento de felicidad mundial. Algo imposible si sólo hay victorias parciales, estadísticas de medallas, y rígidas comparaciones donde muchos quedarán debajo, no importa con cuánta dignidad estrechen las manos de los ganadores y contengan las lágrimas.

 

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