por Francisco García González
HAVANA TIMES — Una de las obsesiones más comunes de los que partimos de Cuba, exilio para muchos, es la pregunta de si fuimos felices o no cuando vivíamos en la Isla. Muchos consideran que no, que en la Patria revolucionaria la felicidad es simplemente una categoría inalcanzable.
Después de la caída del bloque comunista a comienzo de los 90, Cuba experimentó una crisis que todavía hoy pervive. El colapso del transporte público devino en una bicicletización acelerada de la sociedad. Pueblos y ciudades se llenaron, junto a bicicletas rusas y viejos trastes de procedencia estadounidense, de miles de ejemplares de Forever y Flying Pigeon de fabricación china. Lo que en China sucedía por tradición y en Holanda o Alemania, por cultura, esnobismo o conciencia teñida de verde, en Cuba nos caía encima, de pronto, y sin opciones. Además, con todo lo que el fenómeno conllevaba unido a una reducción estrictísima de la dieta.
A través de las voces de sus personajes, el documental Rodando en La Habana: bicycles stories, una producción de 2015, de los realizadores Jaime Santos Menéndez y Jennifer Ruth Hosek podemos seguir el hilo de la historia de la bicicleta en La Habana, desde los días del más crudo periodo especial hasta la actualidad.
Resulta interesante repasar esa historia en la versión de un simple mecánico de bicicletas, desde aquellos días, hasta hoy. Pero el principal acierto de Rodando en La Habana… es que trasciende ese manido relato. Acierto en que se unen factura técnica y visión de los realizadores y que apunta a que el humanismo de sus historias sean disparatadas, cotidianas o inocentes.
Por el Malecón se mueve una pareja que vende flores a transeúntes y turistas. El tipo pedalea, ella va en la parrilla. El resto lo hace la noche habanera.
Adolescentes adictos a las bicicletas siempre los ha habido en Cuba. Fui uno de ellos. Los fines de semana, cuando salía de pase de las varias escuelas en el campo en las que estuve becado, me dedicaba a pasear en bicicleta con mis amigos. Fascinante es la supervivencia de ese tipo de tribu y su dinámica -en la que hacen del pedal el centro de sus cortas vidas-, movida entre la aventura y el peligro, donde no faltan ni novias en la parrilla ni la persecución policíaca.
Sin embargo, el clímax artístico de Rodando en La Habana…, se encuentra, a nuestro modo de ver, en dos momentos del documental en que el discurso cinematográfico alcanza una altísima nota de autenticidad y contundencia.
El primero es la historia del hombre que ha fabricado una bicicleta de dos plazas…, pero una está vacía. Conmovedor es su testimonio de haber sido lazarillo en bici de un ciego ya fallecido. De cómo la bicicleta era un elemento inseparable de la relación de amistad y cercanía entre estos dos hombres.
El otro momento es cuando hacia el final del documental, cuando la joven Lisandra Guerra, campeona y recordista internacional de ciclismo de pista, confiesa que su idea del paraíso es muy simple: allá se ve en ella montada en su bici de carrera pedaleando la eternidad de la felicidad absoluta.
Rodando en La Habana… es, entre sus muchas lecturas, la constatación del pequeño acto de ser feliz, en el que la bicicleta ocupa un rol inesperado. Como en los casos citados de Eva Hoffman y Nadiezhda Mandelstam o, quizás, en el elemento personal del relato de Enrique del Risco titulado “Un día mortal”, las fronteras de la felicidad son imprecisas. Muchas veces este acto viene acompañado de la inocencia, lo saben Jaime Santos Menéndez y Jennifer Ruth Hosek, lo sienten o lo viven a diario, Lisandra y una infinitud anónima de jóvenes bicicleteros y parrilleras cuyo futuro es tan inasible como incierto.
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