Irina Echarry
Era el sonido lo que me gustaba. Con los años le he perdido el gusto viendo cómo daña a los humanos esa ansia de quedarse en la superficie de las cosas, de no escarbar hasta encontrar la esencia, de mirar sin ver, sin comprometerse.
Los cubanos y cubanas aún tenemos el privilegio de disfrutar de una variada programación cinematográfica durante todo el año. Aunque, para ser sincera, cada vez se torna más insoportable el calor en las salas de cine, lugares diseñados para aire acondicionado, que por lo general tienen las puertas muy distantes de las lunetas donde nos sentamos. Aún así, es una oportunidad de viajar hacia lugares a los que físicamente no podemos ir, por un motivo u otro.
Así, hemos llegado hasta Viet Nam, en un ciclo que nos hizo un recorrido por las ciudades y la parte rural del país, su historia pasada y la vida actual de la gente de a pie. La sala del cine Infanta permaneció vacía durante toda la semana, apenas unas cinco o seis personas acudimos.
La Cinemateca de Cuba proyecta joyas en sus pantallas y nuevamente es para un grupito mínimo. Grandes directores que la gente desconoce y que, sin embargo, sus obras han sido exhibidas en nuestros cines sin afluencia de público.
La gran masa se reserva para películas comerciales, frívolas. Entonces, cuando llega el festival de cine y se desbordan las salas queda la imagen de que el cubano es cinéfilo, pero no es cierto.
Ahora llegó el Festival de Cine Francés, las salas permanecen repletas en todas las tandas. A pesar del calor, la gente resiste estoicamente en sus asientos, viendo comedias ligeras, complacientes, sonriendo y aplaudiendo a los directores y actores de la delegación gala.
Todo lo contrario sucedió con el interesante ciclo sobre cine haitiano donde los documentales nos acercaban al país, su pobreza, su gente y sus esperanzas desde lo más humano, sin que la política corrompiera el propósito del film.
Al salir del cine, personas que considero inteligentes resaltaron la comedia que servía para “refrescar, distraerse” y confesaron que no fueron a ver el cine haitiano porque tienen bastantes problemas en sus casas. No lo dudo, todos tenemos problemas.
Allí se convierten en cortadores de caña, son explotados, humillados, viven en condiciones infrahumanas, en una moderna forma de esclavitud.
El cine Infanta es el único que por ahora mantiene el aire acondicionado encendido durante las proyecciones. Habría que ver qué sucede dentro de cada persona que prefiere “refrescar” dentro de una sala calurosamente llena, sin ventilación alguna, en vez de acercarse a la miseria de otro país, en una sala vacía con buen aire acondicionado.
¿Será que la frivolité (cual tejido bien confeccionado) ha cubierto la sensibilidad de las personas y no son capaces de discernir lo que puede dejar mejor provecho? ¿O, tal vez, la gente prefiera sentirse incómoda físicamente, sin dejar que nada ajeno conmueva su espíritu?
De cualquier manera el asunto es serio, digno de ser analizado por sociólogos. Claro, sociólogos que no hayan sido contagiados con el síndrome de la frivolidad.
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