Hacia el campamento

Elio Delgado Legón

El campo de Santo Domingo, Villa Clara. Foto: Elio Delgado Valdés

HAVANA TIMES — Hacía pocos días, había recibido la confirmación de que podría incorporarme a la guerrilla. Debía aprovechar ahora que estaban relativamente cerca y podía viajar hasta el campamento en compañía del campesino que llevaba los suministros.

La noticia me la trajo Albor, el enlace entre la guerrilla y la dirección del Movimiento 26 de Julio en el municipio. El traslado sería el día primero de octubre al mediodía, en ómnibus hasta el crucero del central Washington, donde estaría esperándome el campesino en el carro de línea férrea que nos dejaría en el batey del Espinal y desde allí, a pie o a caballo, hasta el campamento, a unos tres kilómetros del batey.

Los días anteriores a la partida fueron de intensos preparativos. Compré un par de botas, lona y tela verde olivo para hacer una hamaca y un uniforme. Ambas cosas fueron confeccionadas por Odile, una colaboradora del movimiento que estaba al tanto de mis actividades revolucionarias.

La dirección del Movimiento me entregó algunas balas de distintos calibres y un paquete con medicinas, para aprovechar mi viaje.

Todo esto tuve que hacerlo con extrema discreción, pues ya yo había estado preso varias veces y si era detenido con todo ese cargamento, era hombre muerto.

Como estaba previsto, preparé todas mis pertenencias en un jolongo y salí hacia la parada del ómnibus, justo en el momento en que éste se acercaba, para no llamar mucho la atención.

Subí y me senté. Todos mis músculos estaban en tensión. Sólo bastaba que algún policía o guardia se fijara en mí y todo estaba perdido. Disimuladamente recorrí la vista hasta el fondo. Había gran cantidad de asientos vacíos. Por suerte, no había ningún guardia ni policía. El trayecto hasta el crucero del central se recorría en 10 minutos. Diez minutos de máxima tensión. Sólo esperaba no encontrarme ningún esbirro en mi camino, y esa noche dormiría en el campamento. En eso pensaba cuando divisé el crucero del central y el carro de línea que esperaba.

Cuando el ómnibus comenzó a disminuir la velocidad y el lugar se hizo más visible mi vista se encontró con lo inesperado: el crucero estaba prácticamente tomado por una patrulla de la guardia rural. El jeep militar, parqueado de frente para la carretera y cuatro guardias desplegados a ambos lados de la vía, con armas largas y en actitud de alerta.

El ómnibus estaba a punto de detenerse y tenía que tomar una decisión. Había dos alternativas: una era no bajarme, sino seguir hasta algún lugar donde pudiera tomar otro ómnibus de regreso, pero me arriesgaba a ser detenido en cualquier lugar y perdería la oportunidad de trasladarme al campamento guerrillero, lo que había esperado durante mucho tiempo. La segunda alternativa era bajar delante de los guardias, aunque sabía lo que me esperaba si me detenían.

El ómnibus se detuvo y algunos pasajeros comenzaron a bajar. Yo no había tomado aún una decisión. Cuando bajó el último pasajero, me puse rápidamente de pie y caminé hacia la puerta. Sentía latidos en las sienes.

Por suerte, era el corazón de un joven de 21 años el que galopaba en mi pecho.

Bajé resueltamente con mi carga en la mano y no miré hacia nadie, sólo hacia el carro de línea que me esperaba para partir. Sentía sobre mis espaldas como si los cuatro guardias me estuvieran observando. Crucé la carretera y fui directamente hacia el carro. Subí la escalerilla y me senté. Sólo entonces dirigí una mirada de soslayo hacia el crucero y vi que los guardias aún estaban allí, en actitud de alerta, al parecer esperando encontrar algo sospechoso.

El carro de línea arrancó y salió lentamente. Cruzó la carretera y aceleró, alejándose de los guardias. Pasé entonces la vista por los pasajeros. Todos los asientos estaban ocupados por hombres curtidos por el sol, con manos callosas y como crispadas sobre un machete o una guataca. Algunos, con sombreros de guano algo desvencijados; otros, con gorras manchadas de grasa.

En fin, no encontré nada preocupante. Sólo entonces pude respirar profundamente y aflojar los músculos, que sin darme cuenta tenía contraídos. El traca, traca del carro mientras se alejaba me pareció una música acompasada. Por fin, esa noche podría dormir en el campamento.

 

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