La autenticidad de Cuba está en los propios cubanos

Por Isabella Zampetaki, escritora de viajes

 

HAVANA TIMES – Desde hace más de una década había estado escuchando a compañeros griegos hablar con entusiasmo sobre sus exóticas vacaciones en Cuba. “La gente es tan feliz, a pesar de su pobreza. Cantan y bailan en todas partes, incluso en las calles”, fue lo que la mayoría dijo, mostrando fotos para probarlo. Los carros de época, los puros hechos en los muslos de las trabajadoras, un baño pagado con delfines en Varadero, así como colas y servicios separados para los turistas completaban el cuadro.

Lo que a otros griegos les  gustaba de Cuba fue, para mí, una validación de mi preferencia por México: un país en el que hablar español es todo lo que se necesita para ser capaz de experimentar el no turístico y genuino sabor de la vida en los trópicos.

Sin embargo, el hecho de que Cuba está en el umbral del cambio, así como una afición creciente por el realismo sucio de Pedro Juan Gutiérrez, me forzaron a reconsiderar. En una nevada mañana de febrero reservé mi caro boleto de avión a La Habana, y esperé impacientemente hasta la primavera para averiguar si el estereotipo de “feliz a pesar de todo” era verdad.

Incluso pensé en realizar una serie de entrevistas en la calle con gente común, pidiéndoles compartir su sabiduría sobre la felicidad con los griegos, una nación que dolorosamente está experimentando lo que significa ser cada día más pobre.

Lo que descubrí fue muy diferente de lo que tenía en mente, pero, ¿acaso no ese uno de los mayores encantos de viajar?

Si tuviera que describir a los cubanos, los primeros adjetivos que vendrían a mi mente serían: orgullosos, abiertos y creativos. Son personas extremadamente inteligentes, que miran bien dentro de tus ojos. Imagino que esa es la forma en la que la especie humana evoluciona con el fin de sobrevivir bajo lo difícil, por no hablar de lo surrealista, las condiciones y las restricciones.

Durante mi estancia de 10 días en la capital cubana, tuve el placer de entablar largas y sinceras conversaciones con varios cubanos.

Las banderas de los Estados Unidos y de Canadá, que decoran el taxi que monté después de aterrizar en el aeropuerto José Martí, desencadenaron la inevitable pregunta: “¿Cómo se sienten con respecto a Obama y todo eso? ¿Cambiarán las cosas en la Isla?”

“No tengo tiempo para pensar en Obama. Estoy demasiado ocupado trabajando y estudiando Francés”, respondió el orgulloso conductor afrocubano con desdén, manteniendo sus ojos en el timón del vehículo.” Julio Iglesias lo dijo de la mejor manera: ‘La vida sigue igual'”, agregó, permitiéndose una leve sonrisa para suavizar la amargura que prevalecía.

Más tarde esa misma noche, Alain, un fotógrafo y guía turístico, me llevó a un inusual bar que está de moda y está ubicado en las calles abandonadas detrás del Capitolio. Al comentar sobre el aumento del turismo en La Habana, señaló: “¡Los estadounidenses ya están aquí. Y ellos me necesitan!”  El brillo de sus ojos era encantador. Es alentador saber que talentosos profesionales tienen, en realidad, perspectivas de trabajo que les permiten ser optimistas a tal punto que pueden, incluso, soñar con comprar su propio apartamento algún día.

Las cosas no eran iguales para Juan, el trabajador de una fábrica de zapatos que me acompañó en un largo paseo por la Habana Vieja y también esperó conmigo una hora en una cola de un banco.

“¿Cómo se siente acerca de esta interminable espera por cualquier cosa?”, le pregunté. La “Espera desespera”, respondió con una sonrisa más dulce que la de un niño. Quizás su coqueteo conmigo era parte de su humano mecanismo de defensa contra otros aspectos menos agradables de la supervivencia.

Juan gana aproximadamente 17 CUC (17 usd) al mes y ha perdido dos esposas con extranjeros; sin embargo, su actitud Zen lo convierte en una de las más acogedoras personalidades que he conocido.

Doña Juanita, por el contrario, era una cubana muy orgullosa y tuve el privilegio de ver el desfile del Primero de Mayo por televisión, al lado de ella.

“¿Es cierto que las personas son obligadas a participar en el desfile?”, le pregunté mientras saborea la milagrosa sopa de pollo y de malanga con la que curó mi estómago enfermo.

“¡Tremenda mentira!”, respondió ella con la pasión que no esperaba encontrar de tal cuidadosa figura de abuela. “La gente está orgullosa de la Revolución. Si no fuera por la Revolución, todavía no habría ninguna escuela en el pequeño pueblo donde crecí.”

Con la fuerzas recuperadas, continué en mi búsqueda para descubrir los lugares menos turísticos y experiencias en torno a La Habana.Yasser, el cuidadoso conductor, que me hizo sentir segura a pesar de la falta de cinturones de seguridad en los automóviles cubanos, me llevó a ciudades como Santa María del Rosario y Jaimanitas.

Sin embargo, la autenticidad que buscaba al principio en lugares, en realidad la encontré en sus historias sobre la vida en Cuba y en su sonrisa, la cual era feliz y triste al mismo tiempo. Al igual que en nuestro silencio, estábamos fascinados por la reflexión color rojo-rosa del atardecer en el Malecón. Detrás de nosotros, La Habana yacía desnuda y sucia, pero también inexplicablemente hermosa.

También hubo, por supuesto, esos otros cubanos. Las chicas que se hacen tus amigas en un segundo para venderte tabacos caros de oferta “solo por hoy”. Los conductores de taxis colectivos que insistían en cobrar 10 CUC por un paseo que debe costar menos de la mitad de un CUC -algunos de ellos agitaban un grueso manojo de billetes mientras conducían.

Lo que me molestó más que los hambrientos taxistas y que todo el circo de los “tiburones”, fue el hecho de que en Cuba la mayoría de los servicios turísticos oficiales son caros y tienen un precio variable. Esto, combinado con el hecho de que los turistas están sujetos a diferentes precios que los cubanos, crea una segregación desagradable -extremadamente molesta para el viajero que busca una experiencia auténtica.

Me sucedió que dejé La Habana en un vuelo lleno de atractivos modelos Coco Chanel, pero, desde el momento en que abordé el avión, se sentía como bajaba la intensidad de los tonos en todo, desde la ropa hasta los gestos de la gente.

En Atenas, una semana más tarde, la vida cotidiana no se siente tan intensa o genuina como se sentía en La Habana. Los cubanos podrán estar privados de muchas cosas, pero son asombrosamente hermosos. Tal vez eso se debe atribuir al hecho de que son supervivientes.

Mientras compartía mi experiencia en la Isla con la familia y amigos, me percataba en silencio que este ha sido el viaje más importante que he hecho hasta ahora.

Sin embargo, no creo que vaya a dejar de recomendar a México por encima de Cuba a los que buscan consejo para su próximo destino. Estoy ahorrando Cuba para aquellos pocos que se tomen el tiempo y el interés en mirar realmente a los cubanos, profunda y sinceramente.

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