De Cuba a Miami en Business Class

Abel Sánchez Yhanes  (Progreso Semanal)

HAVANA TIMES — Félix tardó cinco días en hacer un viaje que en avión no demora más de cuarenta minutos. Salió de La Habana un domingo en la tarde y llegó a Miami el jueves en la noche. Estaba exhausto, sin bañarse, sin afeitar, con mucha hambre y varias libras de menos; pero cuando abrazó a su familia de este lado, se mostraba bastante animado. Después de todo, había tenido suerte.

Félix y su novia eran estudiantes de quinto año de Medicina, pero decidieron no terminar la carrera para evitarse los dos años de eso que en Cuba se conoce como Servicio Social. Consiguieron un contacto, nadie sabe cómo, porque esas cosas no se cuentan, un coyote que, por 6 mil dólares, los ayudaría a cruzar la frontera de un modo relativamente seguro. Hay variantes más caras, y más seguras también, pero ellos no podían costearlas, a mayor seguridad, aumenta el precio, y ambos sabían que todo el dinero del mundo no garantiza que llegues a salvo, dependes del azar o, lo que viene a ser lo mismo, de la honestidad de la persona que te cruce.

Les avisaron una semana antes: el vuelo saldría el próximo domingo a las tres de la tarde. Más allá de las despedidas a medias, de las lágrimas contenidas, mal disimuladas, del secreto a media voz que todos imaginan, la discreta certeza de que no habrá regreso —al menos no uno cercano—, la sensación de desgarramiento, de ser arrojado al vacío, al vórtice del universo. Amén de todos esos gajes del viejo oficio del emigrante, decía, la primera parte del viaje transcurrió sin complicaciones. Nadie les hizo demasiadas preguntas al salir de Cuba ni cuando llegaron al DF. En apariencia, el suyo no era más que un inofensivo viaje de turismo.

Los problemas comenzaron poco después de montar en el bus que los llevaría a Laredo, al límite entre los dos mundos.

Apenas tres horas después de que arrancara el motor, los detuvo el primer punto de control de los federales. El guardia subió, dio las buenas tardes, intercambió algunas palabras con el chofer y fue directo a donde estaban ellos. A Félix le pidieron que bajara, mientras su novia miraba, temblando, del otro lado de la ventanilla. Lo condujeron a un baño que tenía la caseta del punto de control. No buscaban armas ni drogas, solo dinero. Lo pusieron contra la pared lo cachearon de pies a cabeza, luego lo hicieron volverse y le pidieron que se bajara los pantalones. Innecesario. Todo el dinero que llevaba encima lo encontraron a la primera, cuando revisaron la riñonera que traía amarada al cinto.

Ese había sido un error de principiantes, el coyote luego les explicaría que el dinero siempre deben guardarlo las mujeres en su ropa interior, muy cerca de la piel. Según el reglamento, los federales no tienen permitido cachearlas a ellas, lo cual les da cierta ventaja. En el supuesto caso de que los federales decidan seguir el reglamento.

Uno de los guardias contó el dinero y se lo metió en el bolsillo. Félix hizo ademán de protestar y lo empujaron, los federales aún no estaban complacidos.

—Mira, güey —le dijo el que había contado el dinero—, tú vas a cruzar la frontera y lo sabemos…

—Yo no voy a cruzar nada, estoy en un viaje de turismo y tengo mis papeles en regla.

—No te hagas el listo, pendejo, si quieres llegar a la frontera sin problemas, ayúdanos, que nosotros te vamos a ayudar.

—Yo no vengo a cruzar la frontera, estoy en un viaje de turismo…

—Si no cooperas, vamos a traer a tu noviecita aquí y a revisarla como mismo hicimos contigo. ¿Eso es lo que quieres?

—Yo no vengo a cruzar la frontera.

—Te vamos a quitar los papeles.

—Yo no vengo…

El intercambio duró unos minutos, hasta que alguien, Félix todavía no sabe con seguridad quién fue, llamó a los federales. Después de hablar durante unos segundos por el teléfono, el guardia que lo estaba interrogando se guardó el dinero en el bolsillo y les dijo a los otros que lo dejaran ir. Al parecer, el contacto era de los buenos.

La misma escena se repitió un par de veces más, con ligeras variaciones: el autobús que se detiene, los federales que suben, van directo a sus asientos, sin revisar a más nadie, y le piden que baje. Félix cree que fue el propio chofer quién les sopló que ellos eran cubanos. Pero ahí sí se las arregló para no dejarse quitar el dinero, por más que intentaron extorsionarlo.

Cuando llegaron al puesto fronterizo de Nuevo Laredo el martes en la mañana —ayudados por el coyote, que al final cumplió—, los dos tenían claros síntomas de lo que se conoce como el síndrome de Ulises, o síndrome del emigrante con estrés crónico y múltiple. No los trasladaron a ningún centro de detención de inmigrantes porque estos estaban abarrotados y tuvieron que pasar los tres días que tardaron en procesarlos allí mismo, durmiendo en el piso, sobre sus mochilas, muy cerca de los baños —que es donde menos frío hacía, nadie sabe por qué—, junto a muchos otros que habían cruzado igual que ellos.

Allí, entre esa gente, supieron que habían tenido suerte. Suerte de que los detuvieran los federales y no los Zetas o las maras o los secuestradores. Suerte de no haber vivido ninguna de las historias que allí escucharon: cubanos que vienen desde Ecuador y de los que nunca más se sabe; hondureños, salvadoreños, guatemaltecos, que atraviesan México en un tren de carga al que llaman La Bestia, porque la gente se sube a él cuando está en marcha, y lo mismo puede dejarte mutilado que muerto, o puede que te asalten durante la noche, mientras intentas no quedarte dormido; 72 emigrantes que fueron fusilados por el narco porque se negaron a trabajar de sicarios; mujeres que son violadas u obligadas a prostituirse. Apenas un día después de su llegada, aparecieron dos niños salvadoreños, menores de diez años, completamente solos, sin que nadie supiera cómo llegaron.

Por eso, cuando Félix llegó al fin al Aeropuerto Internacional de Miami, cinco días después de salir de La Habana, y le preguntaron cómo había sido el viaje, a pesar del cansancio, el estrés, del hambre, insinuó una media sonrisa y contestó: “¿Nosotros? Nosotros vinimos en Business Class”.

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