Después del retorno de Cuba a la lista de patrocinadores del terrorismo
Por Rafael González Morales (Progreso Semanal)
HAVANA TIMES – La injusta y arbitraria reincorporación de Cuba a la lista de estados patrocinadores del terrorismo constituye una decisión política que resulta imprescindible analizar partiendo de tres preguntas fundamentales: ¿Qué propósitos persigue? ¿Cuáles son sus implicaciones para la política hacia Cuba del próximo gobierno estadounidense? ¿Qué opciones tendría la Administración Biden para manejar esta situación?
Los objetivos de esta decisión están estrechamente vinculados a los intereses de los sectores que promovieron prácticamente desde el primer día del gobierno de Trump retornar a la Isla a esa lista. La extrema derecha cubanoamericana y funcionarios de alto nivel de esta Administración mantuvieron permanentemente bajo consideración la evaluación de este tema y realizaron varias acciones de presión. Las principales evidencias son las siguientes:
En esencia, el tema para este sector se consideraba como una especie de “joya de la corona” por tres razones fundamentales: 1) la decisión provocaría un deterioro sustancial del clima bilateral y cancelaba de inmediato los espacios de diálogo; 2) se impondría un régimen adicional de sanciones económicas, comerciales y financieras que afectarían a compañías estadounidenses y de terceros países 3) se crearían las condiciones ideales para el rompimiento de las relaciones diplomáticas.
Por lo tanto, retornar a Cuba a la lista era el paso necesario e imprescindible que hacía expedito el cumplimiento del objetivo mayor: volar en pedazos el legado de Obama y comenzar un espiral de acciones hostiles sin límites. Afortunadamente, sobre este tema determinadas agencias gubernamentales erigieron una línea roja que no le fue posible cruzar a estos sectores hasta el 12 mayo del 2020 cuando el Departamento de Estado divulgó su certificación de que Cuba “no cooperaba plenamente con la lucha antiterrorista”. Esta acción indicaba que la resistencia burocrática había sido quebrantada y constituía una señal de lo que estaba por venir.
Entre el 2017 y principios del 2020, es evidente que no existía consenso dentro del gobierno de Trump para adoptar esta decisión ni estaban creadas las condiciones para politizar la designación de Cuba. Representantes de instancias y estructuras profesionales vinculadas a los temas de seguridad nacional que participan en este proceso de evaluación, se convirtieron en un fuerte obstáculo para que se concretara este propósito.
Resulta obvio que su mayor preocupación era que un descarrilamiento total de las ya tensas relaciones bilaterales generara la ocurrencia de incidentes y desenlaces con serias implicaciones para la seguridad nacional de ambos países. No obstante, finalmente se impuso la irracionalidad política, el odio y la frustración del sector de línea dura aprovechando las circunstancias inéditas de un gobierno que actuaba desenfrenado y totalmente fuera de control.
La derrota de Trump en las elecciones presidenciales y las perspectivas que se abrían para el mejoramiento de los vínculos entre Cuba y Estados Unidos a partir del 20 de enero con un nuevo gobierno demócrata, constituyen los factores determinantes que explican por qué adoptar la decisión ahora. El contexto político los obligó a precipitar sus planes y no les ha quedado más remedio que emplear esta maniobra como un instrumento para obstaculizar un eventual desmontaje de su principal logro en estos cuatro años: imponer una política hostil y confrontacional.
Su objetivo estratégico es limitar al máximo la capacidad del gobierno de Biden para iniciar en una primera etapa un proceso de recomposición de las relaciones que implica eliminar el sistema de pretextos, sanciones, medidas y disposiciones ejecutivas que sustentan la política actual. Están apostando a que la nueva Administración inicie la política hacia Cuba en una posición de arrancada con las manos y pies atados cargando sobre su espalda los complejos obstáculos que tendrá en su camino desde el primer día de gobierno.
El escenario bilateral que heredará el nuevo mandatario estadounidense y su equipo no puede ser peor. En primera instancia, tendrá que lidiar y adoptar una posición con relación a cuatro temas claves que constituyen el núcleo fundamental de los pretextos que ha promovido el gobierno de Trump: la denominada situación de los derechos humanos en la Isla; el rol de Cuba en Venezuela; el papel de los militares en la economía; los incidentes acústicos y ahora la reincorporación en la lista de patrocinadores del terrorismo.
Cada uno por separado representa un obstáculo para avanzar en el mejoramiento de los vínculos y están obligados a evaluar el costo político que tendría romper definitivamente con todos ellos o reconocer algunos. La decisión que adopten sobre cómo manejar cada pretexto resultará vital para la dinámica que tomen las relaciones.
El impacto que tendría la reciente inclusión en la lista en la orientación de la política hacia Cuba de la Administración Biden hay que examinarlo necesariamente teniendo en cuenta este contexto. A partir del 20 de enero, esta decisión en principio podría producir las siguientes implicaciones:
La mayoría de las sanciones económicas, comerciales y financieras que se derivan para un país al pertenecer a este listado, ya venían siendo aplicadas a Cuba desde hace varios años como parte de la política de bloqueo y el gobierno de Trump las está implementado con máximo rigor. Por esta razón, las implicaciones de mayor significación están enfocadas en el ámbito político y, en especial, en las relaciones gobierno-gobierno.
A pesar de estas complejidades que implican serios desafíos de cara a una recomposición de los vínculos, Biden como presidente tendrá las facultades ejecutivas necesarias no solo para aflojar esos nudos que le pretenden imponer sino para romperlos definitivamente para lo que debe mostrar voluntad política y determinación. El hecho que Cuba esté en la lista, no es un impedimento para que el nuevo gobierno adopte las siguientes medidas que tendrían un impacto positivo de inmediato:
Este grupo de acciones generarían una dinámica bilateral inicial que contribuiría a limitar de manera significativa las implicaciones de la inclusión de Cuba en la lista de promotores del terrorismo y crearía un ambiente favorable para que el proceso de eliminación de ese listado se realice con mayor rapidez. Sobre este último aspecto, las leyes estadounidenses establecen un procedimiento de salida que puede tardar varios meses.
Debemos recordar que cuando la administración Obama anunció la intención de excluir a Cuba de la lista, el 17 de diciembre de 2014, hasta su exclusión, 29 de mayo de 2015, pasaron cinco meses y doce días. Este proceso de exclusión implica dos pasos esenciales: 1. el Departamento de Estado dirige y coordina un proceso de revisión sobre la designación y 2. posteriormente se envía un mensaje al Congreso certificando que el país en cuestión ha cumplido con los requisitos establecidos por las leyes estadounidenses.
En el caso de Cuba, el gobierno de Obama afirmó que “el gobierno cubano no ha brindado ningún apoyo al terrorismo internacional en los últimos seis meses” y que “ha brindado garantías de que no apoyará actos de terrorismo internacional en el futuro”. Después que el Congreso recibe dicha comunicación, debe esperarse 45 días a partir de lo establecido en las leyes. Sobre este tema ya existe un camino recorrido que Biden conoce, solo le queda retomar ese mismo sendero y excluir a Cuba lo más rápido posible de un documento en el que nunca debió estar. Después de este paso y habiendo despejado los otros obstáculos, sin lugar a dudas, se podría retomar con mayor fuerza e intensidad el largo y complejo proceso hacia la normalización de las relaciones.
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