Arreglando mi equipo de música

Alfredo Prieto

Fin de año 2009 en La Habana. Foto: Caridad

El 24 de diciembre decidí arreglar mi equipo de música: el lector de CD no funcionaba, y aparentemente las ligas de la casetera se habían partido.

Salí con el aparato a cuestas a un taller de reparaciones que responde al apelativo de “Vostok,” uno de los satélites que los rusos pusieron en órbita durante la carreta espacial en el contexto de la Guerra Fría, no muy lejos de la tintorería “Valentina,” llamada así en recordación de la primera mujer cosmonauta de la historia, la soviética Valentina Tereskova.

Después de esperar alrededor de media hora a que terminara con un cliente, el técnico me dijo que él no arreglaba equipos Phillips: el especialista en esa marca estaba de vacaciones.

Me remitió entonces a un segundo taller en la avenida Carlos III.  Cuando llegué con mi hierro holandés al hombro, el lugar estaba casi desierto. La dependiente que me atendió, con una cálida sonrisa que hay que agradecer porque casi ha desaparecido del mapa, pero que también podría interpretarse de otra manera, me dijo que allí tampoco recepcionaban esos equipos y me mandó a un tercer taller en la calle Infanta.

Una mujer cuyo marido estaba a la puerta con un equipo similar al mío, discutía acaloradamente con el administrador porque su jefe de la unidad central, allá en la Habana Vieja, le había dado la orden de cerrar a las 10 de la mañana.

Para el lector no familiarizado con las cosas cubanas, se impone aclarar que a diferencia de lo que ocurre en otras partes, aquí el 24 de diciembre es un día laboral como otro cualquiera.

Durante los años setenta, la práctica de las Navidades fue abolida porque no se avenía con las necesidades de una economía llamada a dar el gran salto hacia delante al cabo de la Zafra de los Diez Millones.

Algo parecido ocurrió con los carnavales de La Habana, que se celebraban en febrero, en el Paseo del Prado, y desde entonces se hacen en julio, en el Malecón habanero. Pero después que el Papa Juan Pablo II visitó Cuba, en 1998, el 25 de diciembre es para los cubanos un día oficialmente feriado.

Cuento esta historia no porque sea en el fondo muy trascendente, sino porque viene como anillo al dedo para ilustrar el problema de los servicios en Cuba, una de las áreas donde el ciudadano tiene que experimentar los latigazos de la desidia, el desinterés y la ineficiencia.

El hecho está determinado por varias circunstancias, entre ellas, en primer lugar, la política de pleno empleo, toda vez que no existe la presión de un mercado laboral optando por el puesto del incompetente, el indolente, el lerdo o el pícaro, normalmente despedidos dondequiera por el dueño del negocio si fallan en resolver los problemas propios de su categoría laboral.

Y en segundo, los salarios, pues ya se sabe que no dan para el mes y por consiguiente no cubren la reproducción simple.  Da igual Phillips que Sony, LG, Daewoo o JVC. Al final ganan lo mismo, aun cuando en su actividad hay zonas grises que se resumen en la expresión “por fuera.” No era, supongo, mi día de suerte.

De regreso a mi apartamento, mientras veía un reportaje del Noticiero Nacional de TV sobre los resultados económicos de la vecina provincia de La Habana en el 2009 informando de la producción de 815 mil toneladas de granos y hortalizas, de más de 400 millones de huevos, del crecimiento de la ganadería (más de siete mil cabezas), del sobre cumplimiento del plan de leche (más de un millón de litros) y de carne de cerdo (más de mil toneladas), se me ocurrió llamar a un amigo.

El me conectó con su técnico particular, quien vino a mi casa y en cuestión de unos quince minutos me limpió el lente y me cambió las dos ligas por un precio bastante módico considerando los tiempos que corren. (Hoy, definitivamente, me levanté un poco lento y atrapado por la fuerza de la costumbre).

Sólo así pude cenar por la noche escuchando “Ojalá que llueva café,” una canción de Juan Luis Guerra de la que soy fan desde mis días juveniles. Adam Smith lo decía: el que presta un servicio lo hace para beneficiarse, no por altruismo o por amor al prójimo.

Mis amigos economistas tienen razón, y no por academicismos kantianos, sino porque lo dictamina la vida: el Estado tiene que huir de estos servicios como el pan al diente, y dedicarse a otra cosa.

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