Un día felino de 1980

Martín Guevara

HAVANA TIMES — Un día de 1980, al no recibir ninguna carta de mi padre, mi madre me confesó que no se sabía nada de él, que pensaban que estaba en una cárcel a la que se suponía que iba a ser trasladado, pero que no había ninguna seguridad.  Ya habíamos escuchado las historias de primera mano de Curtelli, un preso uruguayo que la Junta Militar argentina había soltado tras largos años de cautiverio en condiciones duras, y que terminó reuniéndose con su familia que se encontraba exiliada en Cuba.

Este hombre había pasado algunos períodos de su estadía en prisión en las mismas cárceles que mi padre, y aparte de hablarme de la integridad y el valor de mi viejo, de su carácter firme y  solidario con los compañeros, también me contó que los traslados a veces resultaban viajes al otro mundo, ya fuere por los golpes recibidos durante este y el poco interés de recuperar al preso en la enfermería o directamente a causa del asesinato del reo, en algún recodo del camino.  Varios compañeros de ellos habían desaparecido en esas circunstancias.

Llevaba años escuchando y viendo una gran variedad de barbaridades, pero aquella narración de primera mano, me estremeció de manera especial.

No temí lo peor, no estaba preparado en absoluto para interiorizar que al viejo lo hubiesen liquidado en alguna zanja, entonces decidí pensarlo solo durante las noches, cuando no podía evitarlo.  Fueron pocos días, pero muy intensos, en los que tomé determinaciones de las cuales no fui capaz de retornar ni quise hacerlo.

Comencé a beber ron sin hielo también los días de semana. Ello me ayudó a dejar de estudiar repentinamente y con esa excusa y la idea de compartir buenos momentos, me busqué un trabajo de ayudante de mantenimiento en la sección de limpieza de una empresa civil militar en Guanabacoa.

Basurero

Entré en ese destacado puesto, junto a mi amigo el Nene, gracias a la gestión de nuestro otro amigo, Orestes, quien por segundo año trabajaba allí durante las vacaciones para ganarse unos pesos.

Raúl Castro era el máximo responsable de ese ministerio y de todo el ejército y se puede decir que las FAR fue una de las excepciones en aquel páramo de productividad, y producía gran parte de los insumos que gastaba, por supuesto los de las industria ligera, ya que los armamentos provenían íntegramente desde afuera, del campo socialista.

Recibiríamos por el desempeño de la tarea de limpieza de diferentes elementos, 92 pesos de moneda nacional cada uno.  Aunque no precisaba en absoluto el dinero de esa paga, constituía un motivo para que los que habían empezado a recriminarme que había dejado los estudios, lo hiciesen en voz baja.

El responsable de darnos privilegios del Departamento de América, pensaba que mi motivo primordial de trabajar, en lugar de estudiar, era una provocación, un rechazo a ese mandato común entre los familiares de los altos cargos, de que había que formarse como un cuadro revolucionario y toda esa perorata y también a la tradición burguesa occidental de ser un joven educado de provecho, un modo más de resultar molesto; pero lo cierto es que yo nunca programaba ni lo que haría durante el día.

Nos destinaron limpiar los latones de basura, los restos de un enorme banquete con que se habían auto homenajeado a base de pollo y puerco, justo el fin de semana antes de nuestro comienzo. Parecíamos dos soldados de avanzadilla inspeccionando el terreno enemigo antes de que la tropa decidiese atacar. Aquello era un martirio para las fosas nasales y empeoraba  en la medida que lo íbamos dejando para el día siguiente a causa del insoportable efluvio pestilente que emanaban aquellos latones y nuestra escasa formación en materia de sacrificio laboral.

Al Nene le habían dado la llave de un toro motor, de los que se utilizan para levantar paletas, que servía para auxiliarnos en la tarea de volcar los ocho cubos de basura podrida, ya henchida, voluminosa, inflamada, pero resultó de poca utilidad. Cuando intentamos levantar el primer latón, para trasladarlo al sitio indicado, se nos fue de costado, derramando los pollos que asomaban sus lomos y panzas verdes e hinchadas, por encima del borde del latón.

Después de ese accidente pasamos el resto de la semana entera haciendo trabajitos de poca monta y durmiendo largas siestas en el toro motor, hasta que llegó el viernes y entonces el panzón jefe, que vestía guayabera y rezumaba orgullo por su posición, montó en cólera y nos amenazó con echarnos el mismo lunes si no acabábamos la tarea, porque se quejaba de que ya todas las ventanas debían permanecer cerradas a causa de la peste que echaban esos pollos.

Fuimos a un enorme basurero en un camión que dispusieron a tal efecto, cargamos los latones con el toro motor en la parte trasera del vehículo; viajamos acompañando aquella inmundicia que habíamos intentado quemar con kerosene y había resultado imposible.

Antes de llegar al destino, fuimos abordados por un equipo del Instituto Cubano de Arte e Industrias Cinematográfico (Icaic) con micrófonos en mano, para entrevistarnos acerca del trabajo que estábamos haciendo. Primero nos reímos compulsivamente y discutimos un rato la conveniencia de salir en el noticiero del Icaic, que lo pasaban en los cines antes de  las proyecciones de los filmes, sopesamos las burlas de las chicas y las risas de los amigos y al final decidimos que sí, que debíamos dar la nota a los periodistas.

El Nene les dijo que trabajábamos en vacaciones “para un bien para Cuba” y al escuchar eso yo no pude parar de reírme, cuando me preguntó el cronista por qué me reía, le dije que porque estábamos siendo entrevistados trabajando de “leones”,  le tuve que explicar que en el argot habanero a los basureros se les llamaba “leones”, no por su fiereza, sino por su penetrante olor.

Una vez en el basurero, tiramos los pollos podridos semi quemados con latones y todo, el chofer nos recomendó que recogiésemos los latones.

-Dale, enciende el motor y tira para la empresa- le dije al chofer, la diversión llegaba a su final.

Una semana más tarde percibí la paga de dos tercios de un mes, además de la hoja donde figuraban los motivos de la expulsión por si necesitaba constancia. ¿Estaría bromeando?

Aquella página escrita a máquina y con un sello de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, que atestiguaba mi escasa disposición para el trabajo y la disciplina, eran lo único enorgullecedor que tendría en las semanas siguientes para enseñar, aparte de mi particular versión del pasito de baile de Travolta en Saturday Night Fever y de nuestra aparición en todas las salas de cine habaneras, para refrendar mi salud felina de siete vidas.

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