Tazas sin el sabor esperado

Rogelio Manuel Díaz Moreno

Mercado en La Habana. Foto: Juan Suárez

HAVANA TIMES — En estos tiempos, la población cubana tropieza con un problema que parece causar mucha sorpresa. La anunciada recuperación de la producción agropecuaria, con el aumento contabilizado, no ha provocado una disminución de los precios. Supuestamente, la sacrosanta ley de Oferta y Demanda debía haber obrado en beneficio de las personas de menor poder adquisitivo. Después de cierto tiempo de promoción de las bondades del caldo de mercado, las tazas que nos han servido no tienen el sabor esperado.

Los exégetas oficiales se devanan los sesos y culpan a los intermediarios, los acaparadores, el bloqueo, la sequía y las inundaciones. La oposición culpa al gobierno; los campesinos, a lo que queda de las oficinas del organismo estatal de Acopio y a los altos precios de los insumos y la mano de obra que contratan. Es un problema serio, ciertamente, y exige que se profundice en él.

Haría falta abordar este debate con las herramientas metodológicas de la economía política, con Adam Smith y Marx incluidos. Penosamente y como de costumbre, las personas con capacidad de hacer este análisis crítico, profundo y científico, se hacen los suecos. Nos tocará entonces, a los aficionados, reclamar el tratamiento del tema desde el único nivel que permite aquilatar sus verdaderas dimensiones y dejar los idealismos, voluntarismos y demagogias a un lado.

Las reformas del gobierno cubano son resultado de las presiones hacia el mercado que se le aplican desde el exterior y el interior del país. La idea que defienden los reformistas es que los males de nuestra economía tienen como causa que es el Estado y no el mercado quien más rige. Y que, si se invierte la ecuación, entre la Ley de la Oferta y la Demanda, las racionalizaciones económicas, el aumento de la competitividad, etcétera, llegaremos pronto al mejor de los mundos posibles para la mayor cantidad de personas.

Lastimosamente, las eras de machaque cerebral han tenido el efecto de convencer bastante con esas ideas, llamémoslas capitalistas. En nuestro medio, primaron en las últimas décadas un discurso aparentemente opuesto, supuestamente socialista, pero tan artificial, superficial y reñido con las vidas reales de las personas, que ha tenido como principal efecto la reafirmación de la popularidad de las ideas capitalistas.

Pero ni afuera ni adentro, tales ideas capitalistas pueden poner remedio al desate de crisis, las olas de despidos y recortes y los ataques a los derechos laborales de las personas. Las consecuencias sociales de empobrecimiento, pérdida de empleos, hogares, de proyectos de vida, se acrecientan con la agudización de las contradicciones capitalistas entre las selectas clases élites y la fracción mayoritaria restante de la humanidad. En nuestro caso particular, las consecuencias de las reformas liberales dejan evidencia, hace ya un tiempito, respecto a los problemas no reconocidos de la dicha ideología.

Y la razón es evidente y la manejan los mismos economistas y filósofos del capitalismo, solo que lejos de los comerciales públicos. La iniciativa empresarial capitalista es capaz de aumentar la producción y el abastecimiento con eficiencia, sí, bajo los resortes del mercado, pero solo para abastecer a un mercado solvente. La palabra clave es solvente. De hecho, los mecanismos productivos mejor aceitados y productivos declinan también, cuando la demanda de los sectores pudientes disminuye. Pocos negociantes, en una economía de mercado, se dedican a la filantropía y a encargarse de los menesterosos de bajo poder adquisitivo.

Tal perogrullada explica, a mi juicio, la realidad que vemos en el tiempo presente y que veremos en nuestro futuro cercano. Los sectores sociales emergentes y en pleno progreso de Cuba, como la clase corporativa gubernamental, los nuevos empresarios capitalistas pequeños y medianos, etcétera, tienen cierto auge, es verdad. El aumento que veamos de la producción agropecuaria y la que sea, como se le dirige con ideas de mercado, pues tiene como destino ese sector solvente y sus actividades económicas. A las personas trabajadoras, asalariadas del Estado o de los nuevos capitalistas, que son los trabajadores con menores ingresos, no les toca todavía ni una migajita del pastel. Y eso es para no hablar ya de las personas jubiladas.

Es penoso apreciar, entonces, cómo políticos y periodistas recitan el panfleto liberal de la supuesta prosperidad sobre esas bases. Y más triste todavía ver cómo muchas humildes personas trabajadoras, cándidamente, creen que ahora sí, estas reformas de mercado representan la salida a una vida de agobios y sacrificios. Luego ocurren los tropiezos con la cruda realidad de las tarimas, de los precios inalcanzables de la comida, de la inflación de toda mercancía y servicio de primera, segunda y tercera necesidad.

Los productos y servicios en potencia que no encuentren un comprador de bolsillos bien plantados, se pudren en el campo o se dejan de ofertar, simplemente, porque así funciona el mercado. A los productores y comercializadores no les convienen precios menores, porque incurren en las temibles pérdidas que los exterminan en ese escenario que constituye el mercado. Como mínimo, disminuyen sus ganancias y, en un medio que fomenta el egoísmo, ese es también un camino hacia la salida.

Las manifestaciones simples de este fenómeno crecen, se desarrollan, se complejizan como un tumor en cooperación con otros problemas de corrupción. Ocurre en cualquier sistema de relaciones sociales basado en la explotación –ya sea la económica, de la fuerza laboral de la clase proletaria, ya sea del poder político.

Las élites apoderadas aprovechan su preponderancia, establecen alianzas y redes de poder. Infiltran y dominan los mecanismos comerciales y administrativos, y cooptan el proceso de producción y distribución. En otro proceso que se abre paso también por acá, fomentan y dirigen el consumo según sus intereses con las campañas de publicidad, ignorantes de ideales de vidas sanas, ecológicas y solidarias.

Esa situación no se remedia con remedios como los que reclaman los desesperados, de imposición de topes de precios y semejantes. Bastantes veces se han ensayado ya, con funestos resultados de desabastecimientos por un lado y crecimientos del mercado subterráneo por el otro. Las soluciones habría que buscarlas por vías auténticamente revolucionarias, de empoderamiento democrático de los trabajadores y comunidades en el todo el proceso de producción y distribución. Pero esto no les conviene ni a políticos ni a negociantes inescrupulosos, así que solo puede ser tarea e iniciativa del mismo pueblo trabajador.

En resumen, este es el caldo que tantas personas anhelaban por acá. Después de tantos años procesando estudios y filosofías, resulta escandaloso que hayan tan pocos que manifiesten comprensión de la receta.

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