Preguntas incómodas desde la otra orilla

Abel Sánchez Yhanes (Progreso Semanal)

HAVANA TIMES – Allá está Cuba, dijo alguien y señaló al mar. Estábamos en el punto exacto donde se marcan las noventa millas que separa a una orilla de la otra. Una reja enorme cortaba el acceso al agua, como evitando que alguien entrara o saliera por ese sitio. Una reja absolutamente inútil a estas alturas del juego.

Me acerqué despacio y apoyé la frente en los barrotes. Al otro lado, las olas humedecían los arrecifes sin demasiado entusiasmo, casi por costumbre. Y allí, justo detrás del horizonte, se suponía que estaba la Isla, un escupitajo de tierra en medio del océano. Traté de suspirar, de mostrarme conmovido, de cumplir con lo que se espera de uno en estos casos. Pero lo cierto es que no sentí nada.

Nunca he extrañado a Cuba como se debe, al menos no de la manera que siempre nos enseñaron. Aunque, en realidad, lo primero que a uno le enseñan es que jamás tiene por qué irse, lo correcto siempre ha sido quedarse, como las piedras y los árboles. Ahora bien, si la salida era inevitable, para ese entonces ya habría acumulado, muchas veces de manera inconsciente, una serie de mecanismos preestablecidos sobre cómo extrañar apropiadamente, de la misma manera en que uno ya sabe ante qué tipo de imágenes debe sensibilizarse cuando mira al televisor o la cara de animal fascinado que lleva contemplar una pieza de ballet clásico.

El problema es que siempre he recelado de las visiones unánimes de lo que es ser cubano, así como desconfié cuando alguien vino a hablarme de la “verdad de Cuba”. Básicamente porque tal cosa, única, singular, enmarcada en un cartel al borde de la carretera, no existe. Hay tantas verdades, tantas nociones de lo que es Cuba, como individuos dispuestos a sentirlas —poco importa si nacieron allí o no—, y la tuya es tan válida como la mía, siempre y cuando no me joda. Tiene algo de anarquismo y de fe religiosa: en algún punto todas tienen razón y al mismo tiempo se equivocan, lo verdaderamente difícil está en aprender a coexistir.

Tomemos, por ejemplo, un aula llena de inmigrantes, cubanos en su mayoría. En un momento de la clase, a la profesora se le ocurre preguntarles qué es aquello que más añoran de su país, qué lo hace, a su juicio, tan especial. El brillo de las estrellas vistas desde el campo, dice una. La nitidez, la variedad, los paisajes surrealistas del fondo marino, apunta un aficionado al buceo. No tener que trabajar y levantarme a las once de la mañana, asegura otra.

Pescando en el malecón de La Habana. Foto: Juan Suárez

Allá, en una esquina, un señor de unos cincuenta años, probablemente el más viejo de la clase, levanta la mano. Trata de explicar en inglés, a duras penas, que él era un maestro quesero. Que sabía, con solo olerla, qué leche daría un buen queso y cuál no. Que podía pasar horas, madrugadas enteras, encerrado en el laboratorio que había montado en su casa, buscando la combinación perfecta de bacterias. Que conocía el tiempo exacto de curación, según el tipo de queso que quisiera obtener. Que sus quesos eran los más famosos en siete pueblos a la redonda, incluyendo La Habana.

Para él, Cuba era el olor que despedía un queso recién curado, cuando lo picabas por primera vez. Ese olor, imposible de describir, mucho más en inglés, evocaba todo lo que alguna vez había querido en su vida.

Cuando llegó mi turno, me removí inquieto en mi silla, sin saber qué decir. Aunque la pregunta no llevaba mala intención, la nostalgia es algo que uno debería poder guardarse. Esas indagaciones me incomodan casi tanto como cuando ridiculizan mi pasado. Sí, porque esa especie también existe, los que te dicen: bienvenido, al fin llegaste, tu verdadera vida comienza ahora, agárrate al águila y no te sueltes, y, bajo ninguna circunstancia, mires abajo.

Extraño ver el mar todas las mañanas, dije por fin, cuando el silencio ya era demasiado denso. Mentía. Me gusta el mar, pero nunca me ha sido particularmente imprescindible, es más una fatalidad, algo que se asume como una condición médica o un callo en el pie: un buen día aparece, lo descubres, tomas conciencia de que está ahí y que tienes que lidiar con eso. Nada más.

Para mí, lo que hace especial a Cuba, es precisamente lo mismo que haría especial a Irlanda o Kiribati a los ojos de alguien que haya nacido allí. Cuba es la voz desentonada de mi abuela cantando boleros. Las sombras proyectadas en la pared de una noche de apagón. El punzante olor a yodo de los hospitales. La efímera libertad que traen los caballos y las bicicletas. El parque donde ella me dejó besarla, bajo la mirada de piedra de Víctor Hugo. Un banco sobrepoblado de muchachos, llenos de hambre y sueños, que acaban por sentarse en el suelo, alrededor de una botella. Ese mismo banco, un año más tarde, con los mismos muchachos, pero sin tanta hambre y con muchísimos sueños de menos. La silla de sábado por la noche, que todavía alguien me guarda, mientras de fondo se escucha a Fito Páez. Un atardecer en La Habana, contemplando los viejos edificios desde el décimo piso de un edificio viejo. Cuba es el abrazo húmedo que me dio mi madre justo antes de partir.

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