Murió el arte del pregón en Cuba

Por Verónica Vega

Manisero. Foto:Caridad

HAVANA TIMES — Hay un grito  que estalla en mi vecindario casi a diario: ¡El yogurt naturaaaaal!!, tan estentóreo que ya un vecino me confesó que tiene ganas de matar al pregonero.

Yo, que no soy amiga de la violencia, viendo la juventud de los vendedores culpables resolví el asunto en  mi mente evocando un slogan que en los 90 imprimían en las bolsas de nailon: “Lo mío primero”, frase que resume muy bien el espíritu de las nuevas generaciones en Cuba.

Ellas qué saben de la tradición del pregón, ese arte de proponer una mercancía con moduladas vibraciones, tentando más que con el sentido de la palabra, con el poder de la música, como aquel del manisero que inmortalizara Moisés Simons a través de la inigualable voz de Rita Montaner.

Pero muy pronto, otro pregonero de edad madura me demostró que la pérdida de la tradición ha corrompido  la memoria generacional. Éste propone: ¡Tamaleee! ¡Dale que me voy…! Y en el mismo tono impertinente se queda amenazando con irse por un lapso que parece interminable.

Para completar el asedio en la zona donde vivo, con frecuencia se incorpora a la carga un heladero que indudablemente intenta remedar los “carritos del helado” que en los 70 nos hacían correr con sonrisas y la boca hecha agua al oír la melodía de Chopin.

Éste propone su mercancía por medio de una musiquita navideña: “Navidad, navidad, dulce navidad…” que se repite hasta la locura y a todo volumen… por supuesto, en cualquier mes del año.

En la parada del P11 de G y 29, en el Vedado, una vendedora de coquitos que quizás frise los 50, se caracteriza por acuñar su pregón con una frase cuya inflexión oscila entre la molestia y el reproche: “¡Caballero compren…!!

Parece intrascendente, ¿verdad?, siempre que no nos toque estar cerca del pregonero por mucho rato. Y como buenos cubanos, que hacemos de todo un chiste, con frecuencia entre amigos bromeamos sobre las reacciones que nos provocan estas feroces transgresiones del espacio auditivo.

Pero pongámonos serios, porque es un mal que tiene profundas raíces.

La incertidumbre económica, unida a la intolerancia y la imposición oficial, la impotencia civil y el estímulo directo a la obediencia, no a la ley, no a la lógica, no a la justicia, no a la cortesía… lenta y largamente han fermentado las bases de la sociedad cubana.

Años atrás (ya no recuerdo cuántos), si a un hombre se le escapaba una mala palabra en presencia de una mujer, le pedía disculpas, y de ser posible incluso la interrumpía reemplazándola con un eufemismo.

Esto ya apenas sucede, y las mismas mujeres (no sólo las más jóvenes, que parecen ignorar el rubor por causa del lenguaje), en una conversación trivial, sin sombra de ira, pueden decir “pinga” tantas veces que incluso he llegado a dudar de mi conocimiento sobre la complejidad semántica de la popular palabra.

El reguetón no es un suceso aislado, por supuesto, es la expresión del hedonismo como contrapartida a la austeridad impuesta, a la contención socialista, homólogo simétrico y exacto, de la mojigatería cristiana. Un hedonismo sin sombra de romanticismo, donde sólo queda el animal, sin cuestionamientos éticos y muchísimo menos, existenciales.

En tiempos del imperio griego y expresado por Platón, si entre la población se difundía una música banal y excitante, esto auguraba turbulencias sociales. Pues la expresión y aceptación de la música era un indicador de la calidad del ánimo, y de la moral predominante.

Según esto, ¿qué nos aguarda? Los indicios son bien visibles. Por ejemplo, la directora del preuniversitario de mi hijo, en días recientes, no entendía qué es hablar en un “tono hostil”  y nos reclamó, literalmente: “A mí me hablan en español”. Entonces, ¿qué podemos pedirles a los vendedores? No importa si son también graduados universitarios (que muchos, tal vez lo son).

Los pregones actuales son, en mi criterio, derivado directo de la masiva inconciencia alimentada con discursos vacíos y furiosas consignas, la vulgaridad legitimada en aras de ser manejada, conducida, desde su propia ignorancia. La misma sustancia que generó al reguetón.

Así que ahí van los pregoneros de hoy, llenando las calles con gritos que no sólo carecen de la más mínima armonía sino del más mínimo respeto al posible cliente.

Ellos, hijos también del sueño perdido, confían en que la necesidad es mucho más persuasiva y menos exigente que cualquier rezago (¿burgués?) de improductiva educación.

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