Los adioses cotidianos en Cuba

Ernesto Pérez Chang

Foto: Caridad

HAVANA TIMES — Hoy será la partida. Días atrás todos estuvieron ansiosos porque a Carlos, a la esposa y a la hija de ambos les darían los documentos para viajar a los Estados Unidos.

Hace buen tiempo que ganaron en el sorteo de visas y a partir de ahí comenzaron las jornadas de trabajo a destiempo para reunir el dinero necesario. Los trámites requieren de un gasto  considerable y ellos, que son simples obreros, debieron hacer ajustes drásticos en sus vidas, auténticos malabares para mantenerse a flote.

También hicieron colas agotadoras en distintas oficinas para poner en regla el papeleo imprescindible y tomaron clases para aprender lo básico del idioma inglés. No se preparaban para un viaje cualquiera, se alistaban para un verdadero cambio de vida.

En la casa celebran el acontecimiento. Los vecinos les deseamos suerte, los despedimos con abrazos y bromas. El reencuentro no nos parece ni distante ni improbable, y aunque sabemos de la posibilidad de no volver a verlos jamás y que la partida nos afectará de algún modo, son de las tantas pérdidas que hemos aprendido a aceptar.

Somos viejos testigos de esos finales porque hemos visto partir a muchos, cientos de amigos de la infancia y de la universidad, familiares cercanos y gente a la que amamos o a la que simplemente conocimos y, de manera irremediable, ya forman parte de nuestra vida.

Son escenas cotidianas, y el constante sentido de la pérdida, unido al de la incertidumbre, ha ido moldeando nuestra capacidad de aceptación, tan útil en situaciones donde muy pocas cosas son el resultado de nuestra voluntad individual.

Espacios de todo tipo donde incluso entrar, salir o quedarse; aprobar o disentir, incluso callar hasta la total anulación, no son actos de puro deseo, ni siquiera albures, sino, quizás, una especie de actitud bajo presión. Como si fuéramos una densa nube de gases en un recipiente al que le han bloqueado todas las salidas. No hay elección sino simple coyuntura.

Carlos, la esposa y la niña se ven muy nerviosos. La madre de él, Mercedes, ya vieja y cansada, sonríe cuando lo escucha hablar sobre los planes de la vida futura y lo alienta, lo aconseja.

Foto: Ernesto Pérez Chang

De vez en cuando se levanta y va junto a la nieta, le acaricia el pelo, la abraza porque es la única que permanece callada, escuchándonos a todos, y Mercedes intuye que tiene miedo porque jamás ha viajado en avión, nunca antes ha ido tan lejos de casa ni se ha apartado de su lado por tanto tiempo.

Mercedes no puede o no desea vislumbrar otras cosas, asociarlo a otras despedidas que a ella, con tantos años encima, se le han vuelto habituales a pesar de muy dolorosas.

Hará dos o tres años que Ana, la única hermana de Carlos, se fue a vivir a los Estados Unidos con el esposo y el hijo. En la misma casa también hubo celebraciones y la niña, aunque tiene solo doce años, puede recordar una escena similar, otra despedida como esa pero donde ella no sentía miedo porque nada sabía de las separaciones.

Nada sobre ese tipo de reunión confusa donde, según pasan las horas y se acerca el momento definitivo, las lágrimas van apagando las risas, y eso jamás sucede cuando se sabe que alguien retornará al día siguiente.

No es una fiesta, la niña lo sabe. Es una especie de rito familiar, ni tan alegre como una velada ni tampoco tan triste como un velatorio. Un raro festejo híbrido que solo resulta de la más acendrada incertidumbre o de la más terrible certeza.

Mientras Mercedes acaricia el pelo de la niña, ella solo mira a los ojos sonrientes de la abuela y aguarda en silencio. Sabe que pronto, cuando sea la hora, brotará una lágrima.

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