La Habana, detrás de mí, con la mano abierta

Ernesto Pérez Chang

La Calle Obispo en La Habana Vieja.

HAVANA TIMES — Es el mediodía de un lunes, hace frío y tomo un café con unos amigos escritores que están de paso por La Habana. Nos gustan las cuatro mesas plantadas en medio de la calle, al frente del Colegio San Gerónimo. La casi perpetuidad del calor sofocante en Cuba convierte en excepcional esa hora de sol cenital, demasiado fresca.

Conversar bajo el cielo invernal, beber algo caliente mientras pasan las personas es casi un milagro. Aún más porque escribo todos los días de la semana, trabajo bajo la presión del tiempo en varios proyectos a la vez, de modo que no suelo hacer ese tipo de cosas. Mucho menos regalarme a diario un café en un establecimiento para turistas de la calle Obispo. Pero quiero agasajar a mis amigos que no son cubanos y ese día les sirvo de cicerone en una urbe de la cual saben muy poco.

Amo la ciudad donde vivo y hay momentos en que disfruto hablar y escribir sobre ella. Hay otros en que ese entusiasmo no me asiste y me niego incluso a mirar por la ventana de mi apartamento. Como si el estado de las cosas pudiera contagiarme con tan solo asomar la cabeza. Si observara y me quedara callado me haría cómplice de lo que sea; si me quejara en voz alta bajo un exacerbo de furia, de mi boca solo saldría un ruido confuso ajeno a la palabra.

Venededores en la calle Obispo.

El ejercicio de contar historias sobre la ciudad donde uno vive pudiera agotar, pero comprender que cada persona desconocida que habita en nuestro espacio inmediato lleva dentro una ciudad muy personal, íntima, secreta, incomunicable a veces, me estimula a ser mucho más un traductor de gestos, semblantes, cotidianidades, que un simple cronista.

Sentados en un café de la calle Obispo, mis amigos escritores quieren saber de La Habana que ya no existe pero que han leído en cierta novela del siglo XIX o en un escrito de Ernest Hemingway.

Revisan sus guías de viajero y me piden que los lleve a una especie de viaje en el tiempo porque gustan de repetir esa idea absurda de que en la isla se han detenido las horas y que son los años como nubes de plomo derretido las que hacen estallar los adoquines, las que abren las piedras de los edificios o las que entumecen las manos de una anciana que se acerca a nuestra mesa para pedirnos algo de dinero.

Mendigando en la calle Obispo.

Ella siente frío y pide con insistencia. Mis amigos no la miran, no la ven, no la escuchan. Beben café y revisan sus mapas desplegados sobre la mesa mientras yo pienso en el dinero escaso y justo que llevo en el bolsillo y no en los harapos que la señora viste, en sus zapatos rotos, en la vergüenza que siente al pedir.

Si le doy unas monedas, llegarán como enjambre otros mendigos que observan a poca distancia. Pienso en una manera de zafarme de la situación: sé que la señora me confunde con un extranjero porque me ha visto sentado allí. Si le digo que soy cubano sin dudas se irá a otro lugar, porque entenderá que quise decir “soy pobre como usted” o sabrá que disfrazo mi indiferencia.

Entonces finjo que me interesa lo que planifican los otros para esa tarde y doy la espalda a la anciana. Sé que al no prestarle atención ella se irá a otra parte. Molestará a los vecinos de la mesa contigua, o a los grupos de paseantes que constantemente bajan y suben por la calle Obispo.

Hablo alto para acallar el sonido de su reclamo. Digo cosas por decir, por cerrar ese ambiente de confabulación que la excluye, que la hace totalmente invisible.

Ignorarla ha sido un remedio efectivo porque la señora desiste y se aleja a pasos rápidos y luego se detiene en una esquina donde un señor la ha llamado para regalarle algún dinero. Ella lo toma y le agradece con una sonrisa que me vuelve familiar el rostro y ese descubrimiento me estremece.

Estatua humano en la calle Obipso.

Dejo a mis amigos, me aparto y camino hasta donde está la mujer. La observo con cuidado, buscando asociar sus rasgos apagados con los de alguien conocido a quien no veía desde hacía mucho tiempo. Alguien muy importante para mí pero que había comenzado a olvidar porque la había dejado allá lejos, bien distante, en los años en que no pensaba en las letras como en una necesidad esencial —ni siquiera como en un oficio— y donde la ciudad podía llegar a ser cualquier otra cosa menos el espacio de tantos desgarramientos.

Esa época idílica cuando la inocencia nos permitía ignorar todo, cuando pocos a mi alrededor dudaban de la idea de que el futuro en Cuba debía ser cada vez mejor. Los días de la primera escuela cuando esa misma mano, aun no entumecida por el cansancio, dibujaba con alegría y fe contagiosas mis primeras letras sobre un pizarrón o cuando envolvía con los suyos mis dedos para guiarlos sobre el cuaderno, en esas clases donde comencé a ser conquistado por la palabra escrita.

Amo el lugar donde vivo, sí, y creo que solo por eso siento que a veces pudiera llegar a odiarlo. Sobre todo porque desde ese extraño lunes, en el café de la calle Obispo, la que fuera mi maestra se quedó allí, detrás de mí, como si fuera una ciudad con la mano abierta.

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