La culpa de los cubanos

Por Amrit

HAVANA TIMES, 6 abril — Desde que leí en esta revista: “Culpable hasta que se demuestre lo contrario” el impulso de responder a su autora me rondó varias veces, pero, primero por no tener acceso a internet para insertar un comentario (recibo los textos por e-mail a través de un intranet) y segundo, porque el comentario en mi mente se extendía demasiado, me decidí a escribir este artículo.

La situación que describe Danae Suárez me recordó un amargo incidente que viví en los años 90,  en el aeropuerto de la Habana. Un empleado, de los que tienen la tarea de verificar los documentos de los viajeros antes de abandonar la isla, nos hizo señas, a mí y a la amiga que me acompañaba, de que nos acercáramos.

En ese instante las dos ignorábamos que una vez cruzada la pequeña puerta, “abracadabra” donde termina Cuba y comienza el mundo, aquel espacio se nos convertiría en un infierno.

El oficial, con su rutilante membrete con las siglas MININT en el uniforme, intentó coaccionarme para que tuviera relaciones sexuales con él aduciendo que podía acusarnos de intento de salida ilegal del país o de “jineteras.” sólo porque habíamos pedido a unos turistas que nos llevara unas cartas a Europa.

Mi amiga estaba muy asustada pues había extraviado en el mismo aeropuerto su carnet de identidad. Yo, sin saber por qué, estaba también muy asustada, pero mi única sensación de culpa más o menos consciente era el ser cubana, delito suficiente para que aquel hombre intentara incluso manosearme, imperturbable ante mis súplicas y mis lágrimas.

Cuando, desesperada, traté de contarle a otro oficial lo que ocurría, su respuesta fue: “Pero si  un ratico… después te puedes ir.”  El primer oficial nos comentó con cinismo que eso lo hacían todos los días, pues había muchas jovencitas que extorsionaban con las mismas amenazas y así “amenizaban” su larga jornada laboral de 48 horas.

Sé que el aturdimiento ante una situación inesperada me impide reaccionar casi siempre con objetividad, pero todavía hoy, pienso que mi estupor ante aquel abuso era la única alternativa en mi conciencia, porque, como todos los cubanos humildes que no tenemos protectores (por amistad o parentesco) entre la élite del poder, sabía que nadie me defendería contra aquellos hombres.

Como todos los cubanos “de a pie.” tenía bien aprendida la lección de mi desamparo civil. Para mi suerte, al parecer harto de verme llorar, el oficial hizo un ademán de despecho indicando que nos fuéramos. Por supuesto que obedecimos al instante.

En nombre de la culpa

El sentimiento de culpa ha sido milenariamente explotado por casi todos los sistemas de poder. Se le achaca a la iglesia católica una de las extorsiones más largas (y profundas) en el ejercicio de la manipulación del pensamiento y el control de la voluntad del individuo.

Y los sistemas totalitarios reproducen exactamente el mismo esquema, no importa si la bandera que se alza es la del comunismo, cuya propuesta de equidad y justicia ha arrastrado naciones enteras mucho más fácilmente que un despotismo explícito.

La culpa se instala en el subconsciente y arraiga muy bien sobre todo en edades tempranas, pero incluso en un adulto es fácil instaurarla a través de algún performance del terror. Esto se hace generalmente castigando públicamente a alguien, o anunciando a toda voz las consecuencias de determinadas acciones, no importa si esta “advertencia” está revestida de humanismo y buenos propósitos, porque el verdadero propósito es siempre el control.

Las naciones, tanto como los individuos, maduramos lentamente y por medio de experiencias dolorosas. Pero sacudirse el sentimiento de culpa requiere mucho más que la confrontación del dolor: necesita la lucidez del que busca la verdad, no sólo para ver el resorte que mueve el acto de manipulación sino para resistirse a ésta.

La culpa puede crear y sustentar una larga y viciosa inercia anulando la conciencia de lo que es nuestro derecho. Y puede activarse en forma de histeria colectiva donde la violencia verbal se convierte en física por inevitable “efecto dominó.” como ocurrió en Cuba en los mítines repudio de los años 80.

En las violaciones sexuales, especialmente a niños, la mayoría de los culpables escapan a las consecuencias de su delito por los muchos años que necesita la víctima para procesar la vivencia, precisamente porque el recuerdo de ésta es empotrado y silenciado en un inexplicable sentimiento de culpa.

La inconsciencia civil es un letargo que necesita la experiencia de alguna victoria parcial para desperezarse. “Ver para creer” porque una mentira repetida muchas veces puede distorsionar nuestro sentido de la realidad, pero vivir lo más sinceramente posible ayuda a reubicar roles y conceptos, porque los valores que sostienen en funcionamiento al mundo son universales, y  las leyes arbitrarias sólo se establecen con el consentimiento de los ciudadanos. Practicar la inconsciencia es una forma de consentir.

Creo que Cuba está despertando de su largo sueño, que vemos cada vez más definidos los objetos, que los colores son tan fuertes que hieren nuestra vista…Lo veo en cuestionamientos muy acertados que me llegan al azar en la calle, en la parada, en la guagua, de gente de cualquier edad, en el movimiento alternativo que pulula en la isla expandiendo proyectos artísticos, científicos, sociales, que defienden una existencia autónoma y descubren (en el ciberespacio y en el espacio físico) la inconsistencia de la burocracia, de la censura, y de esta falsa culpa.

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