El lugar y el momento donde me invitaron

Por Luis García de la Torre*

HAVANA TIMES – Toda persona que emigra sabe que ese es un proceso acumulativo mental y físico, por el cierre de opciones, topes constantes, agotamiento, escasa visualización de futuro -tanto personal como laboral- reunificación, deseos materiales inalcanzados y sumo de manera bien abierta y aguda como a los cubanos, además, nos cala el hastío de un discurso de gobierno zurdo que se nota mentiroso y oportunista dicho a conveniencias para siempre capitanear el rumbo del barco nacional.

En Cuba, de generación en generación llega, invariable, el desencanto, a medida que aparece la juventud, y, por ende, cada cual con sus planes imposibles de realizar mira hacia décadas pasadas similares, y a alguna solución. Problemas semejantes, de antaño y de ahora, se aúnan por el no se puede constante, porque la Revolución esto o la Revolución lo otro, durante demasiados años, y comienzas a darle vuelta a: largarse.

Y un día en ese proceso que obsesiona aparece ese instante, ese momento clave que te pone delante la casualidad para abrirte los ojos aún más. Son esos cuentos que vuelan de boca en boca, porque se han podido ver singularidades, que sabemos que existen, pero que no todos han visualizado, y son el clímax justo de cada gusanería personal.

El mío, en particular, fue antes de terminar el siglo pasado. En los años de la peor crisis económica que haya tenido Cuba, decían. Terrible en todo sentido. Tan dantesco lo que vivía el país producto de las malas gestiones políticas que haga este simple ejercicio, piense en lo que quiera, eso que ha pensado sea lo que sea, no existía para nadie. Ni ahí ni en un horizonte donde se viera que, aunque lejano, algún día estaría para que la gente común y corriente pudiera satisfacerse con voluntad y con un salario (todavía hoy el cuartico está igualito).

Entonces, estaba en una tienda en dólares, donde sí se vendía de todo y no había crisis para nada, que se llama Casa Verano Boutique, en el barrio de Miramar, Playa, en la ciudad de La Habana. Fui a ver con una amiga del Pedagógico a un profesor de la carrera, bien querido por todos, que recién había perdido a su madre y vivía a unos metros de ese lugar.

Terminada la visita, y muertos de calor, porque no hubo durante las horas que estuvimos en su casa electricidad para poner un poco el ventilador, hablamos de entrar a la tienda y coger así aire acondicionado, ya que tenía una planta eléctrica que encendida retumbaba en toda la cuadra.

Entramos e íbamos mirando todo, con hambre y conversando. Hacíamos tiempo para coger más, más y más frío. Con calma, y con hambre, nos dirigimos a la segunda planta, es una casa bien lujosa, acondicionada con una gran escalera, y pasamos a la parte de los zapatos, carteras, maletas etc., que quedaba exactamente al subir. Era donde más aire frío había.

Ahí estábamos regodeados, y con hambre, en ese refresque, cuando llegan dos tipos y no con por favores ni nada parecido, sino de manera bien autoritaria mandan a desalojar esa sección.

 Salimos. De repente, escucho a alguien subir por la escalera, y veo, a unos jóvenes cubanos como nosotros, pero claramente de otro nivel económico, que entran con esos dos tipos y se para otro afuera de la puerta. Eran cuatro, dos mujeres y dos hombres, con sus tres guardaespaldas. Todos cubanos, pero de otro mundo. Me aventuro a asegurar que hijos o nietos de algún o algunos generales, comandantes, o de los mismos Fidel o Raúl. Y para ellos, de repente, todo.

Yo quería ver, por lo que nos quedamos sentados en la escalera trancando el paso. Otras personas igual miraban. Lo que pasó fue que esa gente estuvo ahí fácil media hora, como ya dije era una casa, por lo que aquella parte era una habitación de tipo cinco por seis metros, y ellos escogían y se probaban cuanto les gustaba, y las dos tenderas iban guardando todo en bolsas.

Puedo decir que escogieron algunas cosas, por lo menos seis o siete productos cada uno, no puedo decir cuáles. Pero lo que más me llamó la atención, y miraba con lujo de detalles, por lo que no se me escapó, lo juro, fue que nunca pasaron lo escogido por la caja.

Nunca pagaron. Se terminó la adquisición, abrieron la puerta, salieron y eso fue todo. Y lo más acústico que recuerdo del momento fue que cada uno iba arrastrando, con la despreocupación de quien vive un buen divorcio con la realidad, maletas de viaje en manos hacia atrás y zumbaban y golpeaban cada escalón rítmicamente. Iban felices y al paso nuestros rostros, con hambre, se apartaban.

Casi una hora antes, el profe que fuimos a visitar, yacía en su cama triste, deprimido, sin comida, tirado sin luz en su pedazo de espacio. Vivía en una casa grande separada en muchas estancias y en cada una de ellas una familia. No había claridad, aunque era de día, su espacio era al interior, por lo que muy poco se le iluminaba todo. Si no tenía electricidad no podía hacer algo y en ese estado la fuerza de la conformidad lo hacía no pensar, solo estar. Él fue un gran profesor y un gran ser humano, desconozco si vive aún, debiera ser.

Casi una hora después de aquel episodio, y exactamente pasadas dos horas más, y ya con  electricidad para que todos viéramos, en el horario estelar de la televisión un llamado a proclamar tan descaradamente la igualdad y, sobre todo, la abstinencia en un ejercicio de hipocresía mierdero que me colmó.

Ese fue mi momento de clímax y me fui, cuando pude y a donde pude, en mi caso a Santiago de Chile casi siete años después, porque me recordaron en aquel discurso que los que no tuvieran el coraje, los que no quisieran adaptarse al esfuerzo, al heroísmo de la Revolución, que nos fuéramos, que no nos querían, que no nos necesitaban.

*Texto perteneciente al libro en proceso Breves y ligeras crónicas de un gusano de La Habana en Santiago de Chile.

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