El Farallón del Caribe

Por Fernando Aramís

Vista desde el Hotel Farallón del Caribe.

HAVANA TIMES — Cuando aún era traficante de café en el año de 1994, justo en ese tiempo se abrió una puerta en medio del laberinto. Se encendió una luz en el medio de la cueva. Con esa luz terminarían mis días de traficante.

Cierto día me tropecé con un amigo músico (Alberto Camejo), quien me dijo:
“Máster, justamente andamos buscándote como cosa buena.” ¿Buscándome?, pregunté.

Resultó ser que en el municipio de Pilón (provincia de Granma) se había construido un lujoso hotel en colaboración con una compañía canadiense, y mi amigo tocaba el tres en un grupo de son (Septeto Canoy) que actuaba para los turistas en dicho hotel. Para mi suerte, el vocalista principal del conjunto (Iván) había conocido una canadiense con quien se casó y se iba a vivir a Canadá.

Por lo tanto, estaban buscando urgentemente un reemplazo y Noida González, directora del grupo, había pensado en mí. Alberto me aseguró que el trabajo era muy bueno y que se ganaba muy bien, que si yo estaba de acuerdo nos iríamos en tres días para el hotel Farallón del Caribe.

Ni corto ni perezoso acepté su propuesta y nos fuimos a casa de Noida para concretar el asunto.

En tres días partimos, comenzaba así una época de alivio y estabilidad en medio de toda la necesidad del “Periodo Especial”.

Pilón es un municipio muy pequeño de la provincia de Granma, ubicado en la costa sur de la isla de cuba. Sus habitantes vivían de la agricultura y de la pesca y no tenían posibilidad de adquirir el preciado dólar, por eso ese hotel significaba una oportunidad de mejorar la vida del pueblo.

El hotel Farallón del Caribe en Granma, Cuba

Llegamos y nos instalamos en unos albergues a unos escasos kilómetros del Farallón del Caribe, un poco más cerca del Marea del Portillo, el hotel para los cubanos, que ahora es la sombra de lo que un día fue. Esa misma noche comenzamos a laborar.

El trabajo consistía en hacer un show de dos horas, justamente de 9:00 a 11:00 pm, y después nos quedábamos amenizando en el lobby bar. Está de más decir que las restricciones y normas de la institución no permitían que nos relacionáramos con los turistas, reglas que, por supuesto, nosotros violábamos por razones obvias.

Los turistas eran canadienses y austriacos principalmente, aunque también había alemanes e italianos. Me di cuenta que para sacar provecho a esa oportunidad, indiscutiblemente debía hablar un poco de inglés, y me enfrasqué en esa tarea.

El hotel parecía un objeto anacrónico en aquel municipio. Tanto lujo y tan despampanante construcción en medio de tanta miseria y necesidad. La primera vez que fui al comedor de los trabajadores, el cual no tenía nada que envidiarle a la mesa sueca que preparaban para los extranjeros, quedé estupefacto al ver la cantidad de comida, e inmediatamente vinieron a mi mente todas las familias de Bayamo, que no tenían qué comer, que debían arañar la ciudad para conseguir cualquier cosa para llevarse a la boca.

En esa época todas las bodegas estaban vacias, las carnicerías eran establecimientos igual de vacíos y pobres donde solo se veía al carnicero aburrido, esperando que llegara algo para vender. Y en aquel lugar había comida, pero tanta comida, y no solo había, sino que se votaba tanta comida que era realmente desesperante ver aquella injusticia.

Esa fue una de las primeras inmoralidades que viví en el Farallón del Caribe. Nada de lo que experimentaba me lo habían enseñado en la escuela, todo se contradecía con los principios y valores de igualdad de la doctrina que nos inculcaron desde pequeños.

Un restaurante del Hotel Farallón del Caribe

En ese lugar trabajé más de 4 meses. Debíamos permanecer 25 días allí y 5 con la familia. Casi siempre llegábamos a casa con más de 400 USD en el bolsillo, y en esa época el dólar costaba 120 pesos cubanos. Fue un tiempo de abundancia y holgura económica. Cuando llegaba a mi casa mandaba a comprar un cerdo y un ovejo para mi familia. Todos me esperaban con los brazos abiertos. Regalos, presentes, y todas las comodidades que aquello implicaba. Eran cinco días de fiesta y pachanga, literalmente lanzaba la casa por la ventana.

Cierta ocasión, en unos de esos paquetes de turistas que cada semana arribaban al Farallón del Caribe, llegó una mujer alemana llamada Trixi. Con ella comencé una relación que duró más de un año, pero para conquistarla hubo de suceder varios funestos acontecimientos. Aquí comenzaron mis primeras experiencias como jinetero.

Ella estaba acompañada, por eso no ocurrió sino un encuentro inconcluso entre nosotros, pero bastó para que naciera una platónica relación. A su partida me dejó como regalo algunos dispositivos, dinero y una pequeña carta.

Así continuó mi vida de músico en el hotel. Entre tanta necesidad tuve un respiro. Recuerdo que le comprábamos a uno de los cocineros unos quesos enormes por un módico precio, los sacábamos escondido en los tambores del grupo.

Todos en el hotel tenían su lucha, y aunque fueron días de cierta felicidad, las restricciones y los extremismos hicieron que decidiera seguir mi camino. Al final concluyó nuestro tiempo, porque contratarían a otro grupo musical.

Después de trabajar en el hotel, fue que decidí irme a la playa de Varadero tras el dólar, esa era la única opción que teníamos los músicos por aquellos tiempos. Y a consecuencia de que la ciudad donde nací no tenía acceso al mar, no teníamos la oportunidad de chocar con los verdes.

Cuando salí definitivamente del hotel seguí carteándome con Trixi, la novia alemana que nunca tuve. Al cabo de un año ella regresó a Cuba a mi encuentro. Y mi compañera Nadiezka hubo de soportar aquella inmoral relación por la misma necesidad de aquel funesto periodo especial. Nos encontramos en la playa de Guardalavaca, pero esa es otra historia.

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