El Cerro no tiene la Llave

Esquina calzada del Cerro. Foto: Luis Rondon Paz

Por Haydee Sardiña

HAVANA TIMES – Los verdaderos paraísos, son los paraísos perdidos. Eso dijo alguien. Es decir, hay que perder algo para considerarlo paraíso, ya sea un hombre, una mujer, un país, un barrio.

Cuando me mudé del Cerro (en la capital cubana) no empecé a considerarlo un paraíso. Nunca el Cerro fue un paraíso, ¿cómo podría serlo? Pero fue el lugar que elegí a los 15 años, como se escoge a los amigos. Fue una manera tonta de elegir, basada en la mala fama de la gente de allí (camorreros, guapetones) y lo peor de los del Vedado (pretenciosos, postalitas). Preferí la camorra por encima de la presunta capa de plástico, en el momento de decidir si estudiaba en el pre del Cerro o en el del Vedado. Esa decisión me convirtió en la persona que soy, pero no viene al caso.

El caso es que después de una infinidad de años viviendo en el Cerro, en una callecita estrecha, sucia y pelona, en una casita igualmente estrecha y pelona, pude mudarme al municipio de enfrente (Plaza). Crucé la calle que separa un territorio de otro, de la misma manera en que otros cruzaron el charco, ese pedazo de mar que separa la orilla habanera de miamense.

No me arrepiento, como no se arrepienten los del charco, pero nada más mudarme empecé a mirar al Cerro con otros ojos. ¿Con el cariño de la lejanía? ¿Con la perspectiva de saberme a salvo de él? ¿Con la solidaridad del que puede caminar por las calles estrechas, sucias y pelonas como un forastero que tiene el regreso asegurado?

No lo sé. Supongo que miro al Cerro con el dolor de saber inevitable que las callecitas estrechas y pelonas sigan así años tras año, pero que podrían estar, no obstante, limpias; que los salideros de aguas de todo tipo podrían ser resueltos y que el mal olor de la basura acumulada día tras día podría tener remedio.

Miro al Cerro, camino por sus callecitas, donde las antiguas casonas señoriales se han convertidos en solares para dos, tres o cuatro familias, casonas de madera de más de un siglo que se mantienen en pie a pesar de los ciclones y la falta de preocupación oficial, atravieso la zona llena de gente camorrera, fiestera, callejera, con cuidado de no meterme en líos, los líos pueden aparecer fácilmente allí, pero sobre todo, con cuidado de no mojarme los pies en el salidero de aguas albañales, o de agua potable que amenaza con vaciar el acueducto nacional y vadeando las montañas de basura que hay cada 3 o 4 cuadras, cubriendo las aceras y parte de las (ya lo dije) estrechas callecitas.

Esquina de las calles Mariano y San Pedro. Cerro. Mayo 2019.  Foto: Alina Sardiña

Miro el Cerro, el lugar de donde emigré huyendo de todo lo anterior, no del camorreo, que eso está en mi sangre y me hace probarme en ese código extrañamente “machista” que adquirí en las becas, donde, aunque seas mujer hay que comportarse como un hombre.

Así que no le tengo miedo al Cerro, ni a las guapetonas del Cerro, ni a los vaciladores, acosadores, arrebatadores de carteras, para eso tengo mi expresión corporal. Camino con el andar de una loca sin miedo, que puede gritar malas palabras a más de 50 decibeles y andar la calle de madrugada con una piedra grande en la cartera, balanceándola, desafiante, sintiéndome David, lista para cualquier Goliat.  (Nunca he tenido que probar de verdad mi valor, por cierto.)

Luego miro esta otra zona, Plaza, que no es el Vedado, pero casi. Son seis metros de asfalto lo que separan esos dos municipios. Pero en este lado no solo hay jardines en las aceras, ventaja natural, es decir, así fue diseñado y construido el vecindario; tampoco hay aguas albañales corriendo por cuadras y cuadras, ni montañas de basura. Un camión recolector pasa religiosamente (hasta el punto en que eso es posible en Cuba) cada noche a las 11:00 pm y vacía los contenedores.

¿Por qué? ¿Qué decide, quién decide, donde están las circunstancias, justificaciones que hacen que sea así y no de otra manera?  ¿Qué impide que un camión similar recorra las callecitas que están seis metros más allá? ¿Alguien tiene en cuenta el índice poblacional del Cerro, la cantidad de basura que se genera en uno u otro barrio, a la hora de planificar el recorrido de los nuevos camiones japoneses para la recogida de desechos sólidos, o los viejos camiones, sean de donde sean?

¿Y a mí qué me importa, pienso?  Ya yo no estoy ahí, pero me importa. Me duele y me jode, y me despierta la actitud camorrera que elegí a los 15 años y los deseos de protestar y hasta de decir malas palabras. Y si la gente del Cerro se entera que escribo esto, a lo mejor no les gusta. A lo mejor se ponen en pose de quién eres tú y por qué tienes que venir a defenderme, métete en tus asuntos, que aquí no huele tan mal y, además, aquí hay machos para aguantar lo que sea o para defendernos nosotros mismos. 

Esquina de Tulipán y Clavel. Cerro. Mayo 2019.  Foto: Alina Sardiña

Porque el código de los barrios malos también implica “aguanta como un hombre”, “a llorar a maternidad” y otras consignas por el estilo.

Pero ya no soy del Cerro.  Ya crucé el charco que me correspondía. Por eso decido escribir carticas, protestar civilizadamente, y preguntar sin algarabía: ¿por qué en las zonas más pobres y más pobladas de La Habana (Centro Habana, El Cerro, 10 de Octubre) no recogen la basura con regularidad, y en Miramar, el Vedado, Nuevo Vedado, Siboney, si?

¿Los camiones japoneses vienen con un recorrido establecido?  ¿Son mejores, más delicadas o más valiosas, las personas que viven en esos municipios privilegiados merecen más?  ¿La salud, que empieza por la higiene, la educación, que sirve para conservarla, y Cuba, la Patria, el país, no son de todos?  ¿Y la igualdad no deberíamos salvarnos o jodernos todos?

 

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