Cuba en dos historias, una realidad

Osmel Ramírez Álvarez

Foto: Lisabeth Cadogan

HAVANA TIMES — Mi sobrino tiene ya 17 años. No hace mucho aprendió a caminar entre lágrimas y tropezones, y ahora parece todo un hombre de tamaño. Muy aventajado en la escuela, saca buenas notas y casi no se esfuerza.

Hace poco mi hermana me comentó desesperada que el jovencito no quería ir a la universidad. “Prefiere hacer negocios y tener dinero como su padre”, -fueron sus palabras. “Se va a quedar bruto y mi hijo tiene potencial para ser profesional”, agregó.

La entendí, prometí charlar con él y lo hice. Me sorprendió con un discurso bien orquestado: “Para qué voy a perder el tiempo estudiando, ¡son cinco años! Mejor levanto un negocio y me hago de plata. Mi papá seguro me ayuda”.

Lo peor es que terminó tomándome de ejemplo: “Mira tú mismo tío, tanto que estudiaste y no lo ejerces, porque no da la cuenta, y tienes que hacer negocios y sembrar la tierra”.

“Es muy cierto”, -le contesté-, “pero ¿quién te dijo que no me sirve? Hago lo necesario para vivir, pero tengo mis metas profesionales y trabajo para lograrlas. Tú deberías hacer lo mismo”.

“Tener éxito en los negocios lleva tiempo –continué- y puedes hacer las dos cosas a la vez. Cuando termines de estudiar podrás tomar el camino que desees y lo aprendido te servirá en cualquier caso”. -Aceptó convencido, porque fui prudente y no le pedí renunciar a nada, solo reacomodar sus ideas.

Así calmé a mi hermana, él podrá seguir las huellas de su padre, sin necesidad de cerrar las puertas al mañana. Feliz término, por el momento.

Ahora un pequeño salto a otra historia. Ramón es el nombre que usaré para cuidar la identidad de un peculiar vecino, ya entrado en años, más de 80. Es un comunista férreo, de los que “comieron candela” y siguen activos.

“Estuve movilizado 11 zafras, decenas de miles de horas de trabajo voluntario y numerosas medallas. ¡Reconocimientos, ni hablar!, como para llenar un saco”, me dijo jocosamente mientras los mostraba “por arribita”. Para detallarlos hay que dedicarle toda una tarde libre.

Foto: Lisabeth Cadogan

Hablaba con aparente alegría, pero por momentos callaba meditabundo. Conociendo su problema le comenté: “Aquí entre nosotros, amigo Ramón, tu generación fue engañada. Los motivaron con grandes esperanzas de un futuro mejor. Trabajaron voluntario, llenaron el país de túneles y trincheras, sembraron millones de árboles que luego murieron abandonados y echaron la vida en el café y la caña. Ahora en la vejez dependen de la seguridad social para no morir de hambre, los hijos frustrados y los nietos obligados a emigrar para no perder la vida en el mismo torbellino que se llevó la de ustedes”.

Lo miré con profundidad, para ver su reacción. Está bien jodido, pero comunista como es, bien podría salir con cualquier retórica gastada. Pero no lo hizo. También me miró de forma inquisitiva, dibujó una sonrisa como mueca y consintió: “Tienes toda la razón Osmel, así me siento muchas veces, pero no lo puedo aceptar y prefiero seguir. Continúo en el Partido, ayudo en los CDR y trabajo con los combatientes. Si vence la otra lógica estoy acabado y a estas alturas de mi vida, “yo me muero como viví”, como recomienda Silvio Rodríguez.

“Pero Silvio Rodríguez es muy rico, mientras tú, que dirigiste grandes construcciones dentro y fuera del país, ahora te niegan un subsidio para reparar tu casa que se te cae encima.

“En Angola construí el Ministerio de Defensa; allí era todo un personaje respetado. Aquí nunca me he sentido así”. Tomó una pausa y concluyó la idea: “Ahora la jubilación no me alcanza ni para comer y la funcionaria del subsidio me dijo que yo estaba mejor que ella”. Sin embargo, algunos vecinos delincuentes que jamás trabajaron, hoy son “casos sociales” y tienen el subsidio. Hablar de esto lo irritó un poco, pero pronto recobró su pose.

El sentimiento de decepción le provocó un sarcasmo y dijo refiriéndose a las medallas: “Estos metales baratos cualquier día los llevo a la tienda de reciclaje. No sirven para nada y nadie se acuerda lo que trabajamos para merecerlas”.

“Antes era diferente, el dinero ni hacía falta. Ahora todo es caro y en Cadeca el CUC es a 25 para todos, no importa si echaste el hígado por esta revolución. La gente que parecían traidores y se fueron bajo repudio, hoy son los dueños del país, andan en carros modernos alquilados y disfrutan de todo, porque traen dólares”. Pero concluyó aparentemente esperanzado: “Vamos a ver, Raúl sabe lo que está haciendo. Un día mejoraremos”.

Foto: Lisabeth Cadogan

Me atreví a hablarle así, porque sé que es un gran hombre. Por momentos vi sus ojos humedecerse y yo casi lo acompaño. Muchas veces veo expresiones despectivas y cargadas de odio hacia los comunistas en general. También sucede lo mismo por parte del oficialismo hacia los que combaten la revolución: son tildados de apátridas, mercenarios o mafiosos.

Yo vivo otra experiencia. Tengo excelentes amigos llenos de atributos y son comunistas. Unos más radicales, otros menos. Conocen muy bien mis ideas neosocialistas y nos respetamos, sin dejar de debatir y divergir. Otros son enemigos acérrimos del socialismo y compartimos sin problemas.

Incluso uno de ellos, que fatalmente murió hace tres años, era pro-estadounidense. “Hay que entregarle todo esto a los yanquis, esos son los caballos” –decía siempre. Diferíamos en ese punto, pero lo admiraba por todo lo demás.

Claro que me siento más cómodo entre mis compañeros de ideas, pero aprendo mucho con todos y me satisface que podamos relacionarnos más allá de las divergencias. Así sueño con ver pronto a mi Cuba Bella.

Mi viejo amigo comunista necesita terminar la obra de su vida en paz con su historia y hace un gran esfuerzo para no colgar los guantes. Lo comprendo. Mi sobrino es hijo de estos tiempos convulsos y llenos de locura. Es deber nuestro ayudarlo a no dejarse arrastrar por los lastres de la incertidumbre.

Dos generaciones diferentes, pero iguales a la vez en un denominador común a todas las que les ha tocado este medio siglo de revolución: se han perdido y se perderán si no hay un cambio real y positivo en Cuba. Es una triste realidad.

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