Censura, autocensura y sentido común

Ernesto Pérez Chang

Imagen: anghelmorales.blogspot.com

HAVANA TIMES — La censura no es un mecanismo de control ideológico exclusivo de los regímenes totalitarios. En casi todos los países, ya sea por razones políticas, religiosas o de cualquier otro tipo existen demarcaciones donde en apariencias se ejerce la llamada libre expresión. Esa realidad es una verdad de Perogrullo. Nadie es tan ingenuo como para creer que puede opinar inconteniblemente sin algún tipo de consecuencia hostil.

Pero sucede que la casi universalidad de la censura no debe ser una justificación de los gobiernos para ejercerla como un derecho incuestionable ni tampoco una especie de consuelo para quienes ven frenado su derecho a disentir.

Cualquier país siempre sufrirá algún nivel de censura, sea inferida o por decreto, pero los grupos de opinión pública y los individuos deben tener muy claro qué papel realmente auténtico les toca desempeñar en las relaciones con el poder.

Los periodistas y los escritores siempre que sean verdaderos, en tanto asuman el carácter absolutamente individual, responsable y despojado de oportunismos y complicidades de su oficio, están en la obligación de practicarlo con honestidad y decoro aunque el acto suponga un enfrentamiento político abierto y directo.

El acto de publicar un producto estéril, despojado de elementos conflictivos, manoseado por la conveniencia, adulterado por el miedo al castigo si bien pudiera ser tolerable en individuos clínicamente estúpidos, es bochornoso y repudiable en sujetos con influencia efectiva en la esfera pública.

No se trata de convertir lo literario o lo periodístico en panfletario, ni siquiera de crear espacios, columnas o grupos de opinión, mucho menos afiliarse a partidos o desfilar por las calles con pancartas o gritar consignas (como ciudadanos serían libres de hacerlo, por supuesto), sino de sacarse de encima los miedos y dejar de llamarle sentido común al sometimiento intelectual y a la autocensura que solo terminan por crear ridículos esperpentos textuales y nada de literatura o periodismo genuinos.

Si es cierto que el acto de evadir la censura mediante máscaras literarias de todo tipo ha creado obras maestras así como autores de los cuales jamás sabremos el nombre, escondido tras el seudónimo o la total anulación, también lo es que ninguna mano entumecida por los temores o guiada por una voluntad ajena y despótica ha logrado escribir algo que valga la pena. No se escribe periodismo o literatura respetando los márgenes de actuación impuestos por otros. No se hace nada trascendente cuando debemos esperar un permiso para crear.

El acto de publicar un producto estéril, despojado de elementos conflictivos, manoseado por la conveniencia, adulterado por el miedo al castigo si bien pudiera ser tolerable en individuos clínicamente estúpidos, es bochornoso y repudiable en sujetos con influencia efectiva en la esfera pública.

Las letras no son patrimonio político ni ideológico de nadie. Hace muchísimo daño a la cultura y a la nación imponer límites de actuación a los intelectuales y artistas.

El poder que teme a la opinión individual, al azote directo de la palabra, a los cuestionamientos, sean errados o no, solo demuestra que las bases ideológicas sobre las que se sostiene son una simple armazón de papel cuando no de aire enrarecido.

Al arremeter contra quienes disienten, los que gobiernan solo manifiestan su torpeza descomunal. Al revelar con su odio la desmedida y contradictoria fe en la palabra escrita solo evidencian que su realidad más palpable es un montón de palabras que se apuntalan unas a otras en un discurso solo en apariencias coherente.

Las letras no son patrimonio político ni ideológico de nadie. Hace muchísimo daño a la cultura y a la nación imponer límites de actuación a los intelectuales y artistas. Las estrategias silenciarias y el control de las opiniones individuales en la cultura, y en otras esferas de lo social, son las causas fundamentales del inmovilismo y la mediocridad imperantes en nuestra sociedad.

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