Buscando desesperadamente a Cuba

Por Verónica Vega (fotos: Caridad)

HAVANA TIMES — Hace poco tuve una experiencia extraña. Estaba en la Torre de Letras, (un espacio de literatura en lo alto de un edificio en la Habana Vieja), cuando una escritora leyó un texto que iniciaba así: “Nací en un país que ya no existe…”

Yo, que ignoraba el hecho de que ella había nacido en la RDA, no tuve ninguna duda de que estaba hablando de Cuba. Pero lo más curioso es que no fui la única en tener esa impresión.

Luego, pensando en esto, entendí que esta sensación de pérdida, de exilio, enquistada en los cubanos que se fueron también nos tocó a nosotros, los que nos hemos quedado: la Cuba que casi creímos habitar se nos fue, se disolvió sin percatarnos siquiera de cuando.

Porque hay muertes que ocurren sin el aviso de un último estertor, una crispación, un espasmo. Y sólo nos damos cuenta por la lenta corrosión del cuerpo, el hedor, la pérdida del movimiento.

¿Dónde está el país que nos prometían a los niños de los 60, los 70, los 80? ¿Dónde fue a parar la Cuba cuya mera mención provoca una mueca de tedio en los nacidos después de los 90?

A ellos les tocó lo más duro: creer en un “mañana” del que no vieron nada. Ni las confituras del Mercado Centro, ni las manzanas búlgaras que cualquiera podía comprar en el agro, ni las maltas a granel, los panes consistentes, los caramelos rompe quija, (que no eran los mejores, ¡pero hasta eso se extraña!), el helado Coppelia… Nada de aquellos tiempos en que la palabra “salario,” era más que una paradoja, una burla, un símbolo.

La generación de mi hijo heredó la sombra de un país desaparecido en el intento, en la ofrenda. Heredó los centrales paralizados, los edificios a bajo costo, un paisaje urbano diseñado a trozos, una naturaleza abatida por azares y experimentos.

Escuelas en detrimento total, maestros que no creen lo que afirman, héroes que de tantos retoques ya se les confunden… Fingir es casi lo primero que aprenden y un cinismo creciente endurece las miradas, los gestos, las palabras.

Les tocó ese país que bien describe el escritor Antonio Ponte en el documental “Arte nuevo de hacer ruinas”: con ciudades devastadas por una guerra que jamás ocurrió, pero cuya destrucción legitima la amenaza del enemigo omnipresente del que nos advirtieron tanto.

Porque ahí está la prueba: edificios que caen por el peso de una promesa que ya no puede sostener nada, una moral reinventada con argumentos cada vez más flojos, un “mañana” por el que ya nadie espera y que muchos reemplazan por un horizonte alcanzable con pasaporte y visa.

A ellos, los nacidos después de los 90, “el país que ya no existe,” no les interesa. Quieren algo tangible. Y nosotros, (vástagos aturdidos de una nación fantasma),  deambulamos recogiendo jirones del pasado, ¿del futuro?, extranjeros en nuestro propio sueño.

Adónde ir sin país

Se puede nacer y morir en cualquier parte. Pero al menos para vivir es importante que la tierra que nos toque llegue a ser una extensión de nuestra identidad. Esto produce familias estables, generaciones fundadas en valores culturales, sociales, espirituales.

Sospecho que la Cuba que muchos aún buscamos desesperadamente, esta entre líneas en la historia “oficial,” está entre la propaganda política y las postales turísticas. Entre nuestra nostalgia y el escepticismo de los jóvenes, entre el rencor, el dolor, la indiferencia y el escape.

En el espacio de humanidad que nos negaron cuando nos querían hacer olvidar que el que “se iba,” era nuestro vecino, nuestro familiar, nuestro amigo. Cuba está justo donde empieza el cansancio, cuando nos damos cuenta de que la vida pasa, en su rueda implacable, atropellando ideologías y discursos.

Hace un tiempo vi un documental del actor y director ruso Nikita Mijalkov, titulado “Anna.” En éste, el autor nos muestra a través de la evolución de su propia hija, a la que hace cada año varias preguntas simples, la evolución de toda una nación.

Al final del documental, la niña, que ya es una joven de dieciocho años y va a estudiar a Suiza, cuando le preguntan sobre su país, no puede evitar llorar. Y dice que “patria” es algo grande, inmenso como Rusia.

Pero Mijalkov no termina realmente ahí, repite las mismas preguntas a su hija más pequeña, que ahora ha crecido y tiene la edad que tendría Anna al principio de la cinta.

La niña, que no tiene la experiencia ni el dolor de Anna, dice que “patria” es algo pequeño, tanto que puede caber en el hueco de las dos manos juntas.

Justo al ver esta escena, tuve la sensación de que eso es lo que nos falta a nosotros.

Liberarnos de una grandeza construida e impuesta que nos alejó de lo más esencial, de nuestra propia grandeza que está en la fragilidad que todos compartimos, en la espiritualidad común, en el anhelo común y ancestral de un mundo más justo pero sin elegidos ni excluidos.

Y el único enemigo real que tenemos, también todos, es la capacidad de olvidar este principio básico.

Entretanto, y a los que nos importa, seguimos buscando a Cuba. En la nostalgia, (con objetos fetiches), en el ciberespacio, entre intentos de dialogo, en las ciudades con casas destruidas, o en ese espacio pequeño que, como quiso decir la niña de Mijalkov, uno puede llevarse a cualquier parte.

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