La sociedad transnacional cubana y las omisiones de la política

Haroldo Dilla Alfonso

Del Bienal de La Habana 2015. Foto: Juan Suárez

HAVANA TIMES — No digo nada nuevo si afirmo que la parte de la sociedad cubana más dinámica no vive en la Isla, sino regada por el mundo, particularmente en el sur de la Florida. Lo es económica y demográficamente –buena parte de la sociedad insular vive de las remesas y en medio de la pobreza generalizada se niega a tener hijos- pero también cultural e intelectualmente.

Aunque una parte muy relevante de los intelectuales insulares deprecian lo que de cultura cubana se genera fuera del país, hay que reconocer que en la diáspora existe una producción intelectual de altos quilates, sea porque ha emergido una generación emigrada con proyecciones propias o porque ha sabido arropar a esos emigrados (desterrados, exiliados, deportados) portadores de una parte de lo mejor del pensamiento (trans)nacional.

Por todo ello siempre observo con desgano esa discusión francamente resentida acerca de donde está la cuna y donde está el niño de la cultura cubana. Una discusión desfasada para una sociedad eminentemente transnacional.

Es lamentable que en ninguno de los campos políticos que cohabitan en la sociedad insular exista una clara presentación de ideas sobre esta condición transnacional de la sociedad cubana. Menos aún de propuestas de políticas dirigidas a resolver esta separación dictada hace décadas por las circunstancias y mantenida por medio siglo como un mecanismo más de dominación y castración de la sociedad.

Por supuesto que nada puede esperarse de la élite castrista y del campo político oficialista que lidera. Para esta, la migración sigue siendo un recurso rentístico y, al mismo tiempo, un espantajo ideológico. Incapaz de seguir anatematizándola como antipatria in toto, ha preferido segmentarla. Vendiendo la imagen de una migración buena –la verdadera cubanía- y otra mala, que agrupa a las bestias pardas de la derecha pro-embargo.

Por eso tuvo particular cuidado en no mover casi nada referente a los emigrados en su reciente ley migratoria, quienes solo recibieron el magro beneficio de unos días más de visita en la tierra natal, un alargamiento del lapso permitido para permanecer fuera, y el triste privilegio de pedir clemencia al gobierno para regresar definitivamente a Cuba.

Asumir a los emigrados como ciudadanos con derechos, sería un toque fatal para el propio concepto de ciudadanía como condición de lealtad política al sistema. Y en consecuencia, resulta inadmisible para el esquema de gobernabilidad autoritaria que rige en el país.

Lo asombroso es que tampoco exista una aproximación sustancial en los otros dos campos políticos.

Entre columnas. Foto: Juan Suárez

La oposición, por ejemplo, apenas se asoma al asunto, y cuando lo hace dista de ofrecer algo coherente. En una reunión en México, patrocinada por la Fundación Konrad Adenauer –donde se dieron cita los principales líderes de los grupos existentes- se cuidaron de precisar que “… corresponde a los cubanos realizar las acciones que conduzcan a solucionar los problemas de Cuba, teniendo en cuenta el protagonismo de los que viven en la nación…” y un rol subsidiario de apoyo para la diáspora. En lo cual, ciertamente, compartían ideas –lo que con seguridad no fue la intención- con aquel discurso del defenestrado canciller cubano Pérez Roque en 2003, cuando estimaba que los problemas del país, “…por naturaleza, conciernen únicamente a quienes viven, trabajan y luchan en la patria”.

Mientras que los críticos sistémicos consentidos (Temas, Cuba Posible, el antiguo Espacio Laical) –cuyo rasgo sociológico es la prevalencia de intelectuales progresistas e izquierdistas siempre dispuestos a opinar y escribir- han hecho un silencio lapidario sobre el asunto. Al punto que, ahora enfrascados en la discusión sobre la reforma constitucional, apenas toman en cuenta que millón y medio de cubanos viven en un limbo legal respecto a la isla, y carecen de todos los derechos en ella, incluso del que tienen los visitantes de todo el mundo de comprar por unos dólares una tarjeta de turista.

En resumen, los migrantes constituimos, para todo el espectro político cubano, un tema poco conveniente, sobre el cual el silencio y la invisibilización es un negocio más redituable que su abordaje crítico. A pesar de que todos estos campos políticos –oficialistas, acompañantes críticos y opositores- tienen réplicas/aliados allende los mares (desde La tarde se mueve, hasta la Fundación Cubano Americana, pasando por OnCuba), pues finalmente también ellos son partes de la sociedad transnacional.

Abordar el asunto de la transnacionalidad de Cuba y de los derechos de la emigración no se resuelve coqueteando con emigrados parecidos o publicándoles artículos en gestos de cubanía altruista. Se trata de abordar directa y francamente el asunto de los derechos de los cientos de miles de cubanos que deambulan por el mundo, y de abogar hacia una definición política transnacional de nuestra sociedad que elimine para siempre la equiparación perversa que el Gobierno cubano ha hecho de ciudadanía y lealtad política.

Un asunto complejo que no podrá prescindir de una serie de pasos:

  • La construcción de un clima de confianza mediante acciones, como ampliar las convocatorias a Conferencias de la Nación, tanto en lo que se refiere a los tipos de participantes, como a la agenda de discusión, la promoción de intercambios culturales y sociales y el remozamiento del discurso relacionado con los migrantes.
  • La adecuación de los precios de servicios consulares y migratorios a los niveles promedios internacionales.
  • El reconocimiento de la libertad de tránsito como un derecho ciudadano innegociable.
  • La consagración constitucional de la doble ciudadanía.
  • La restitución paulatina de los derechos civiles y políticos a los emigrados que decidan mantener la ciudadanía cubana, y en un primer momento, el derecho a regresar, vivir y tener propiedades en Cuba.

¿Es pertinente, lícito y éticamente permisible seguir callando sobre este tema?

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