Yanelys Nuñez Leyva
El vehículo, para mi felicidad, no estaba tan atestado de personas –como es costumbre– por lo que intenté caminar hacia su parte trasera.
En mi trayecto se encontraba una señora de mediana edad, a la que rocé sin querer a mi paso.
Su reacción: propinarme un estruendoso codazo cerca de las últimas costillas.
Mi contra reacción: doblarme por el dolor y preguntarle en un tono lastimoso e inocente ¿por qué me golpeó?
La acusación errónea de que yo la había empujado me pareció un tanto sospechosa –porque sencillamente no lo había hecho– por lo que la interrogué con la mirada en busca de una respuesta lúcida.
Percatándome de los desvaríos y de la paranoia de esta mujer, seguí camino lamentando mi mala suerte.
Una rara sensación desde ese momento se apoderó de mí y al tratar de descifrarla con un amigo, me pude dar cuenta de que era impotencia.
Según él en ese tipo de situaciones uno –impotente- se pregunta:
¿Por qué tengo que compartir la guagua con personas de dudosa salud mental?
¿Por qué inevitablemente debo exponer mi bienestar físico a espacios inseguros y violentos?
¿Cuántos moretones más debo obtener para que cesen tantas incongruencias y desatinos?
Algunas otras interrogantes asoman a mi cabeza, y la impotencia… va en aumento.
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