¿Dónde está el límite?

Verónica Vega

Photo: Janis Hernandez

HAVANA TIMES — Un incidente que me tocó atestiguar recientemente removió mucho de lo que expuse en el post “El serio tema del machismo”.

Yo viajaba con mi hijo en un camión hacia el municipio Cotorro. Una pareja de adolescentes que ya había mostrado indicios de desacuerdo en la parada, en medio del camino pareció avivar su conflicto. La muchacha se había quedado de pie, (al parecer en un gesto de soberbia) y  no dejaba de recriminar al novio, quien se fue enardeciendo y terminó halándola por el pelo y golpeándola en la cara.

Sin poderme contener, le grité:

-¡Niño, ¿qué pasa?!

Por un momento ambos parecieron refrenarse. Siguieron discutiendo en voz baja. El señor que estaba a mi lado me dijo en tono preocupado:

-Por favor, no se meta en eso, se va a buscar un problema.

No dudé que tuviera razón, pero me angustiaba la condición física de la muchacha, muy delgada, contra la del fornido pretendiente.

Afuera, había estallado una tormenta. Pararon para bajar la lona para impedir que los pasajeros nos empapáramos, y mientras me estremecía el estrépito de los truenos y los flashazos de los relámpagos, vi que la muchacha había comenzado a llorar. Al parecer le pedía al novio que la acompañase de regreso al camión. Ninguno de los dos tenía con qué cubrirse.

No dudé que tuviera razón, que era mejor no meterme, pero me angustiaba la condición física de la muchacha, muy delgada, contra la del fornido pretendiente.

Tuve el pensamiento de ayudarla, ¿pero cómo? No podía desviarme y compartía con mi hijo un único y maltrecho paraguas. El ruido ensordecedor de los truenos, el calor por el repentino hermetismo del vehículo y la sensación de hacinamiento me distrajeron por unos minutos.

De pronto, el señor de al lado, me tocó por el brazo indicándome a la pareja: ella se había sentado sobre las piernas de él y abrazados, se prodigaban susurros y caricias.

–¿Ve? –Murmuró el hombre– ¿Quién se mete en eso?

Hice un gesto medio afirmativo, medio dudoso. Los ojos aún llorosos de la joven, inclinada sobre el hombro de su novio expresaban vergüenza, reproche, desengaño.

No me fue difícil imaginar el rastro de esa confusión de sentimientos: el orgullo contra la culpa y el miedo, engrosando la inseguridad, a menos que alguien lo suficientemente lúcido le ayude a separarlos.

No el novio, seguramente, quien tal vez ni siquiera es un mal muchacho y no tenía la intención de llegar tan lejos. Pero una vez que llegó, ¿recurrirá con frecuencia a ese recurso por la doble tentación de su ventaja corporal y el vértigo de la rabia? El señor que viajaba junto a mí ya había dicho: “Hace rato que ella lo está provocando…”

Es un cliché bastante arraigado, y sé de mujeres que pueden despreciar (aún secretamente) a un hombre que no “las pone en su lugar”, si se propasan. Pero la implacable realidad es que romper el límite envilece a los dos: ninguno tiene por qué propasarse.

La mutua psico-dependencia que se va generando no es fácil de desarraigar, y la mayoría de los casos ni siquiera busca salir del círculo vicioso.

Sí, es un tema escabroso. En la maraña de las relaciones humanas, y en la inextricable de la relación sexual, la polaridad, el juego de opuestos aporta componentes que rayan con lo mórbido. La mutua psico-dependencia que se va generando no es fácil de desarraigar, y  la mayoría de los casos ni siquiera busca salir del círculo vicioso.

Pero el impulso de auxiliar al más débil siempre me ha parecido irrefrenable.

Sin embargo, la aplastante conclusión de mi compañero de viaje me hizo recordar que también estaba exponiendo a mi hijo, como en el incidente que motivó “El serio tema del machismo”, cuando una amiga fue pateada por su pareja (el padre de su hija) en plena calle, llevando ella cargada a la niña. Días después se reconciliaron.

Pensé entonces que el hipnotismo de la ira y la pasión, nos hace tan egoístas. Pues si “entre marido y mujer nadie se debe meter” debemos no hacer testigo obligado a un intruso, debemos resolver nuestros conflictos muy en privado.

Y mientras la lluvia amainaba y se iba acercando mi parada, no dejaba de pensar en una oración que leí hace años, en la pared de una casa: “Señor, ayúdame a aceptar lo que no pueda cambiar, a cambiar lo que pueda, y a saber la diferencia”.

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