Verónica Vega

Elian Gonzalez cuando regresó a Cuba. Foto: cubadebate.cu

HAVANA TIMES — En una compilación de esos materiales que la gente capta con antenas prohibidas y circula clandestinamente, encontré un documental sobre Elián González.

¿Qué cubano no conoce ese nombre? Hasta mi hijo, que entonces tenía cuatro años, heredó la historia.

Recuerdo bien el estallido en 1999, la ola de histeria televisiva. Era imposible no involucrarse en aquel drama: un inocente niño, provinciano, totalmente anónimo, es convertido de un salto en el blanco de la atención internacional, el objeto de pugna entre dos naciones.

Al menos, eso creía entonces. Así que fue una verdadera sorpresa no ver, en todo el recuento del audiovisual, evidencia de que Bill Clinton, entonces presidente de USA se negara, o dilatara siquiera, la repatriación del niño. Se limitó a apoyar la ley, su intervención fue justa y precisa.

¿De dónde provenía aquel desafío que debían responder los cubanos, hasta el punto de que los estudiantes eran sacados de sus escuelas y forzados a gritar consignas frente a la SINA?

Del sector resentido de la comunidad de Miami, cubanos y cubano americanos integrados en un súbito reclamo de venganza. ¿Por el niño que había sufrido una partida, un naufragio, la muerte de su madre, y ahora el escándalo? ¿Porque la tragedia le concedía el derecho a vivir en un país “libre”?

No, por los estigmas del exilio y el desarraigo. Porque era una oportunidad para desacreditar a la revolución cubana, al comunismo, de redimir las víctimas que esconden esas míticas 90 millas entre Cuba y USA. Porque la política se alza sobre los dramas humanos para construir, con su dolor, leyendas y estatuas.

Pero lo que me dejó pensando, lo que acudía a mi mente al terminarse el documental, en insistentes flashazos, eran las imágenes de cubanos portando carteles y gritando en la ciudad de Miami, de cubanos portando carteles y gritando en la ciudades de Cárdenas y la Habana.

Como un reflejo, una proyección de Cuba agrediendo a Cuba, ¡y con qué rabia!

Y, como si despertara, pensé que esa guerra que parecía pender como una sombra sobre la isla, ha estado aquí, pero entre nosotros. Se cimentó con las castas políticas, las inducidas delaciones, se visibilizó en los mítines de repudio, las piraterías entre balseros, se ha librado por las prebendas, las casas de microbrigada, los teléfonos, los méritos, los cargos.

La ejerce el mecánico que te roba las piezas de un equipo, el vendedor que adultera la mercancía, el panadero que te ofrece un pan infame, el bodeguero que falsea la pesa, la dependienta que no te da el cambio exacto. El delincuente que ataca a un taxista, la masa “anónima” que acepta dar una “respuesta rápida”.

¿Para qué necesitamos un invasor yanqui? La rabia y el desarraigo no están sólo en Miami. Patria es humanidad, dijo Martí, (un aforismo que apenas se menciona), pero ni nos sentimos unidos al mundo, parte de esa extensión de humanidad, ni somos capaces de reconocernos como un mismo pueblo.

Un cubano no deja de serlo sólo porque una ley arbitraria le arrebate su ciudadanía. Las fibras de la identidad, de la nacionalidad son mucho más profundas. En la educación que recibimos donde el nacionalismo fue restringido a un molde subjetivo y desmontable, (dígase fidelista y se ha dicho cubano), no nos enseñaron ni a aceptarnos, ni a respetarnos. No se cimentaron las bases de una integridad objetiva.

El resultado, por supuesto, es contraproducente. A excepción de grupos alternativos como los raperos o reguetoneros, que sí usan la insignia cubana para identificarse, la mayoría de los jóvenes ni siquiera sienten orgullo de ser cubanos, y, al menos dentro de la isla, prefieren portar una gorra, un pulóver con un estandarte extranjero (hay que ver ahora mismo la ola de banderas inglesas en bolsos, gafas, zapatos…), la bandera cubana sólo atrae a los turistas.

Sentirnos unidos en la emoción por un triunfo deportivo, o por la nostalgia en el exilio, no basta. Necesitamos una unidad en la diferencia y en la esperanza.

¿Será eso posible? Quisiera pensar que sí, pero intento mirar al futuro, y no logro distinguir nada.

Y me asusta pensar, que la rabia que hacía lanzar a esa gente en Miami objetos contra el carro que les arrebataba a Elián, está latente en nuestras calles, está estallando ahora mismo, alimentada por el truco de la refracción, (la izquierda, el centro, la derecha), por demonizaciones y eufemismos, por espejismos de “seguridad” y por niveles de desamparo que nos colocan no mano con mano, sino frente a frente, y somos solamente: cubanos contra cubanos.

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