Cuando el salario no alcanza…

Rosa Martínez

Foto: Kaloian

HAVANA TIMES – Si hay un tema del que no disfruto escribir es sobre nuestras necesidades económicas, dígase situación de la alimentación, de la ropa y de todo lo que tiene que ver con la cotidianidad, pues lo siento como un quejio, como diría un auténtico español, y de verdad que no me gusta quejarme.

En realidad  todo pasa, esencialmente, por la situación de nuestros salarios que son prácticamente simbólicos, como expresa un gran amigo, el Estado hace como que nos paga y nosotros como que trabajamos.

Y en esa dicotomía nos encontramos hace muchos años, pues los directivos gubernamentales  alegan que no puede existir aumento salarial alguno si no hay un incremento de la productividad y la gente no produce más ni da todo lo que podría, porque, como comentan algunos: “Para lo que me pagan, hago demasiado.”

Nadie sabe cuándo será que definitivamente un trabajador estatal podrá vivir decentemente con su sueldo sin necesidad de robar o estafar a nadie;  no creo que eso ocurra a corto plazo, ni siquiera con el nuevo presidente, por eso estoy escribiendo sobre salario y cuando más se sufre porque este no alcanza.

Quizás  si no tuviera hijos no me preocuparía tanto por cuestiones monetarias, porque son precisamente los pequeños  los que más gastos demandan. Ellos necesitan alimentarse -como todos- pero mejor que nosotros, pues están en la etapa de crecimiento y desarrollo;  también vestirse y calzarse, y por las características de la edad destruyen todo con más facilidad;  además precisan llevar merienda o algún refuerzo para la escuela, porque en las centros escolares la alimentación, aunque segura, es poca y no siempre tiene la mejor elaboración.

Pero peor es la merienda en casa, que tanto solicitan los infantes al regresar de la escuela.

Por ejemplo, hace unos días, llegamos juntas mis hijas y yo, cada por su lado, yo de mi trabajo y ellas cada una de su escuela.

Las tres llegamos muertas de hambre y locas por comer algo. Para mí es más sencillo, primero porque no puedo abusar de los dulces y carbohidratos por cuestiones de salud, segundo, porque con un buen café controlo todo, el apetito, los antojos… Pero con ellas es más complicado.

Yo trato de inventarles torrejas a mi estilo personal o alguna natilla de chocolate -prácticamente sin leche-, un flan de pan, o cualquier otra receta de las más fáciles y ahorrativas en la cocina cubana, pero ni siquiera para las más económicas en ocasiones hay economía que aguante.

Y era uno de esos días, en los que no había en casa ni un pan viejo para tostar. Y fue entonces cuando ocurrió una de esas experiencias que te quitan el aire:

Mami tengo hambre, ¿no hay nada por ahí?

Mi niña, estoy apurada con la comidita, porque no hay nada para merendar, respondí a mi hija mayor, que como tiene 14 años comprende mejor la situación hogareña, aunque a veces se molesta con tanta escasez, como es de suponer.

Pero la pequeña que es más exigente y mucho menos comprensiva continuó insistiendo: “Bueno, vamos a ver si pasa algún vendedor de algo, porque qué va no aguanto esto”.

Cuando dijo eso recordé que si no teníamos nada para merendar era precisamente porque no había ni un centavo en casa, mucho menos para comprar alguna chuchería, así que miré al cielo y pedí al Señor todo poderoso que por favor no pasara nadie, porque no podía comprar nada y sentía mucha rabia por no poder satisfacerlas, pero reconocerlo me resultaría peor aún.

Dios que tantas veces ha escuchado mis plegarias, esa vez no lo hizo, porque no habían transcurrido ni dos minutos de mi petición, cuando llegó el caramelero.

Bueno, por suerte, a ellas no le gustan esos caramelos– pensé aliviada.

Al rato se escuchó un pastelero y rápidamente la más pequeña corrió: mami, mami, vamos a comprar pasteles.

No mi niña linda, esos pasteles lo hacen malísimo, no recuerdas que no saben a nada.

Me miró medio sorprendida, pero se fue a jugar con sus tarecos.

Entonces fue el turno del vendedor de camprán, con un pregón que se escuchaba a tres cuadras de la casa.

Se precipitaron  las dos,  y antes de que saliera media palabra de sus labios les dije: ¿camprán?, qué  va, si comen eso después dejan toda la comida.

Medio convencidas se alejaron nuevamente. Pensé que ya había pasado el mal rato, pero  cuando faltaban unos minuticos para servir la cena, llegaron corriendo otra vez: “Mami, mami, no lo vas a creer,  el heladero, y lleva de chocolate…  

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