Cazardor cazado

Rosa Martínez

Guagua cubana.

HAVANA TIMES – El post de Conner Gorry, Violencia de género en La Habana, me regresó a un incidente que me ocurrió hace mucho tiempo, pero que todavía guardo en mi memoria, y mira que esa no la tengo muy buena que digamos.

Me encontraba en la ciudad de Santiago de Cuba, realizaba mis estudios universitarios allí, y evidentemente pasaba más tiempo en esa provincia que en la mia, de ahí mi amor por ella.

Era mi tercer año de la carrera, ya conocía la urbe de una esquina a la otra, porque era muy caminadora; frecuentemente salía para recorrer los vecindarios, desde los más conocidos y agradables (por ejemplo, Sueño) hasta aquellos más recientes formados por casuchas de mala muerte.

Pero no fue en ninguno de esos lugares donde pasé el susto del que les quiero contar, sino en una camioneta particular, que eran -todavía es así- el medio de transporte más usado por la población citadina.

El día de narras me acompañaban tres compañeras de aula; nos dirigíamos al Antonio Maceo, reparto que queda bien alejado de la Universidad de Oriente, donde estudiábamos y vivíamos.

La camioneta, como siempre ocurría en esa época (pleno periodo especial), iba a full, no entraba ni un espíritu más. De todas formas nos trepamos, hicimos un poquito de fuerza aquí, otra allá y nos apretamos con los demás, el resto era aguantar…

La principal procupación de las tres eran nuestras mochilas. Los arrebadatadores y carteristas son frecuentes en esa bella ciudad del oriente de Cuba, así que la gente sabe que en situaciones como esa hay que cuidar bien bolsillos, carteras y bolsos.

El vehículo echó a andar, pero no habíamos recorrido ni una cuadra, cuando sentí algo duro en mi espalda. Es verdad que la situación era dificil, casi todos los pasajeros íbamos en un solo pie, pero creo que no hay que exagerar, dije para mí.

Con mucho esfuerzo logré cambiar de posición y alejarme de la pistola que me amenazaba.

Minutos después, volví a sentir la misma dureza, pensé que era otra cosa, pero no, estaba siendo azotada por el mismo peligro; salí nuevamente de allí como pude.

Pero no sirvió de nada, el sargento no quería irse sin disparar y me persiguió nuevamente.

Miré al hombre desafiante, sin miedo y con furia, siempre he sido echada palante -al menos eso dice mi familia- pero mi mirada retadora no surtió efecto alguno en aquel señor que me resultaba extremadamente repugnante y por su apariencia física.

Se me acababan los recursos, la paciencia hace rato se me había agotado. Sin saber qué más hacer, me separé un poco OTRA VEZ. Mis acompañantes ya sabían lo que estaba sucediendo.

Si se me pega otra vez le voy a dar un golpe que se va a c…, dije con rabia a mis amigas…

Estás loca, me dijeron entre dientes, no ves lo fuerte que está, las tres juntas no podemos con él.

Entonces recordé algo que podía salvarme y pensé: quieres roce ¿eh?, pues, ven, papito, que vas a ver lo que es bueno.

Como ese tipo de personas no tiene vergüenza alguna, el cazador volvió al ataque. Y cuando estaba entonado creyendo que me había quedado sin salida, saqué una gorda aguja de coser que llevaba en mi bolso y como quien no quiere las cosas le propiné tremendo pinchazo que debe haberlo llegado bien lejos, porque dio un pequeño grito, y, por supuesto, se perdió…

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