Pescador nivel principiante

Por Pedro Pablo Morejón

HAVANA TIMES – Desde hace unas semanas la idea de irme a pescar no deja de rondar mi cabeza. Como escribí en un post reciente, se me ocurrió durante una cola al escuchar que en la presa estaban picando.

Para eso debía hurgar en el reguero de mi cuartico de desahogo. Recuerdo haber visto, tiempo atrás, un viejo rollo de pita con anzuelo. Pero al buscar, no encontré ni rastro de aquello, por eso desistí de la idea. Tampoco tengo amigos en la vecindad que sean aficionados a la pesca.

La última vez de que tengo memoria haber pescado se remonta a mediados de los años 90, acababa de salir del Servicio Militar obligatorio. Como era mal estudiante no había obtenido carrera universitaria, ni siquiera me dieron en el pre el dichoso aval por buen comportamiento que entonces se otorgaba como requisito para acceder a la Universidad. Así que al terminar el odioso “verde” (como se le llama en Cuba al Servicio Militar) me vi sin nada que hacer.

Por aquella época tenía una novia que vivía a unos kilómetros de Puerta de Golpe, cerca de la presa. Eran personas muy pobres, por debajo de la media. Harina de maíz y pescado constituían el menú frecuente de su alimentación. La situación estaba difícil, (bueno ¿cuándo no?) el país comenzaba a salir del período especial. Tenían una casita de madera vieja, techo de fibra en muy malas condiciones y piso de tierra.

El padre trabajaba en una granja agrícola con un salario miserable y el resto del tiempo se iba a pescar con la mujer. Vivían casi de eso. La muchacha, tan solo una adolescente, era la encargada de vender el pescado por la zona. Le llamaban Ochín, por una novela japonesa que se hizo famosa por ese tiempo.

Y yo, con las hormonas en máxima ebullición me sentía locamente enamorado, hasta el punto que casi me mudé con ellos. Por esa razón estuve casi dos meses acompañándolos al río, aunque no fui bueno en el oficio.

Algunas veces salía con un grupo de personas a pescar con red. Se ejecutaba de noche para evadir la vigilancia de los inspectores de La Empresa Pesquera. Fueron madrugadas sufriendo picaduras de mosquitos, frío e insomnio. Todo para buscarme unos pesos. Quería reunir, casarme, tener casita propia, aspiración común de cualquier jovencito idealista y enamorado.

Pero como todo pasa, aquel hechizo murió. Nunca más volví a pescar, hasta que por estos días me decidí a hacerlo.

Mi suegro y cuñado poseen instrumentos de pesca y lo hacen con cierta frecuencia, así que una de estas mañanas decidimos salir rumbo a la presa Juventud, el mayor embalse de la provincia, ubicado cerca del entronque de San Diego.

A pesar de no ser un entendido, creo que no era un buen tiempo para pescar. Había demasiado viento que provocaba oleaje y el agua estaba algo revuelta. Estuvimos hasta cerca de las 2:30 de la tarde sufriendo bajo un sol despiadado. Casi no picaba. En esos momentos recordaba El viejo y el mar, de Hemingway, y aquella frase de que un hombre puede ser destruido, pero nunca derrotado, porque así me sentía, hecho talco.

Testarudo y poco previsor había salido con un pullover de tela ligera y mangas cortas. Al final, logramos pescar unas pocas tilapias, que no compensan la insolación de esa jornada. Todavía me arde la piel.

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