Entronque de San Diego

Por Pedro Pablo Morejón

HAVANA TIMES – Crecí en un barrio de campo, donde jugábamos pelota y andábamos libremente sin que nuestros padres se preocuparan. No eran los tiempos de ahora, en que los niños se entretienen en sus casas con un móvil o una computadora, jugando Minecraft o programas similares. La gente era sencilla sin importar estatus ni posición. Se trataban como familia.

Cuando visito el Entronque de San Diego, un poblado campestre situado en la carretera central, me vienen a la mente todos esos recuerdos.

Está ubicado en el municipio de Los Palacios, a 48 kilómetros de la ciudad de Pinar del Río. Se encuentra cerca de la presa La Juventud, uno de los mayores embalses de la provincia. Siete kilómetros al norte se observan las montañas de la sierra del Rosario, y cinco hacia el sur está la autopista Habana-Pinar, y Paso Quemado, un pueblo cuyo nombre se debe a que según dicen fue incendiado por órdenes de Antonio Maceo durante la invasión a occidente.

Es zona de campesinos. Se siembra tabaco y viandas. Tampoco faltan las buenas extensiones de marabú, para no ser idealista.

Quizás en un futuro me vea viviendo allí. Cuando lo visito es como sentirme en un paraíso. Me fascina la vista de la vegetación, el distante lomerío y el aire puro cargado de tranquilidad, alejado del bullicio de las grandes poblaciones. Mi pareja me mira incrédula cuando se lo digo. Quizás tengo alma de guajiro.

Allí pasé la noche del 31 de diciembre. Después de comer, salí con ella alrededor de las 10:00 pm hacia el centro del poblado. Nos esperaba el cuñado y su esposa para ir juntos a un pequeño ranchón donde queríamos esperar el nuevo año viendo tocar a Los Mateos, un conjunto musical de la región, compuesto por señores de avanzada edad.

Supongo que son aficionados, sin embargo, sonaban como profesionales. Su repertorio era de música tradicional, un consuelo, pues contrasta con el omnipresente reguetón nacional que, para serles franco, me produce cefalea.

Nos quedamos fuera, observando el montón de jóvenes y otros no tanto que se agrupaban alrededor de Los Mateos. Y al compás del coro “como le gusta la piña a María, a María le gusta la piña pelá”, las mujeres movían las caderas con la sensualidad natural de las cubanas, como si se tratara de un tema del hit parade actual. Entre notas musicales, los señores se daban sus tragos.

Muy folclórico. Todos se divertían sanamente, sin maldad.

Me había tomado un vaso de vino y como no soy bebedor, se me ocurrió fingirme ligeramente ebrio. Todos lo sabían, excepto mi novia, que era el objeto principal de mis bromas. Me puse locuaz y entre abrazos comencé a declararle mi amor de un modo exagerado. Con una risita nerviosa intentaba, por momentos, que me mantuviera sereno. Al despedirnos, y para remachar, el hermano le dijo con picardía:

-Cuidado, vas con un hombre ebrio.

Entonces sentí compasión y comencé a reírme y aclararle mi broma. Se río también y así, ya tranquila, nos fuimos a casa.

Por eso y por otros acontecimientos, cada día me enamoro más de ese lugar.

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