Para juzgar Dios y la Ley

María Matienzo Puerto

Foto: Caridad

No es que me gusten las historias de desencuentros, de desamor, sin que yo las busque, ellas me encuentran a mí. Por eso escribo sobre ellas con tanta frecuencia, sobre todo si las cuestiones económicas son las definitorias porque ese cuento de que cuando hay amor, todo se vence, desde hace mucho a mí me comenzó a sonar de mentira, para alante, todo lo que se le pueda decir.

Y es que cuando la miseria entra por la puerta (creo que ya lo he dicho en otras ocasiones) el amor, salta por la venta despavorido ante la falta de dinero, el hambre y todo lo demás que trae la miseria.

Imagina, entonces si esa persona que ama no es de las más sublimes (los envidiosos también se enamoran) y comienza a sacar a flote las miserias del alma, que esas, —estoy convencida— son las peores.

Pues las amigas que están en esta situación hace años encontraron una “solución”: después de llevar tres días durmiendo en una parada, una de ellas, M (llamémosle así), se casó con un alemán.

Mis amigas son felices mientras no aparezca en el móvil la noticia del arribo a la ciudad del alemán; entonces comienzan las peleas, los nerviosismos, las reconciliaciones mientras se juran amor eterno.

Pero el sujeto sigue en la órbita y M, no quiere dejar al alemán porque recuerda el tiempo en que no tenían qué comer ni qué vestir. L (así se llama la otra) siempre dice que ya no aguanta más.

El alemán manda dinero durante todo el año y como es viejo no le interesa tener hijos. A M tampoco le interesa, como a otras cubanas, emigrar. Ella solo necesita vivir en esta ciudad, en la casa que su esposo le compró, con su “jevita” de hace cuatro años.

M, de casi estar en la mendicidad pasó a ser la heredera de unas propiedades que nunca ha visto y de unos miles de dólares.

Ahora L está pasándose una temporada en mi casa. El alemán está en la ciudad. No hay quién la aguante. No llora, pero sería preferible. Le duele el estómago constantemente. Se la pasa el día entero esperando un timbrazo, un mensaje, una llamada de la otra.

M, cada vez que tiene una oportunidad le manda, incluso, hasta comida porque de alguna manera necesita compartir con la persona que ama, el mundo de “riquezas” que está viviendo ella con su alemán.

Es verdad que tiene la opción de sacar al intruso de sus vidas, de trabajar más (porque se me olvidó decir que las dos trabajan: M es abogada y L, enfermera) de vivir como los demás, pero ¿cómo viven los demás?

Y no sé qué dirán de este criterio mío. Yo sé todos los nombres que pueda tener esto, pero con la moral no se come ni se vive. Ellas con su vida y yo con mi camino largo, tal cual me lo he impuesto. Al final, son buenas amigas y los amigos no se juzgan.

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