Ana Marta por fin llega a la jubilación

María Matienzo Puerto

Mujer cubana. Foto: Jim Ziemer

HAVANA TIMES, Dic 2 — Ana Marta tiene sesenta y tres años y se siente cansada. Cansada de tantos años de “esfuerzo para nada,” de tanto “bregar sin ver el futuro,” así me comentó hace dos días. Cuando a principios del 2009 la Revolución le hizo un llamado a que permaneciera en su puesto de trabajo, ella aceptó o, en sus propias palabras, “dio el paso al frente.”

Cuando era una adolescente la Revolución le pidió que fuera a alfabetizar y pese a los remilgos machistas de sus padres, fue a las lomas y alfabetizó.

Años más tarde, cada vez que la Revolución le pedía ir a la zafra, o a cualquier otra labor agrícola, ella daba “el paso al frente.”

Ana Marta pasó por movilizaciones militares para un inminente ataque imperialista que nunca llegó. En más de una ocasión dejó a sus hijos al cuidado de terceras personas porque la Revolución exigía su presencia.

Por eso cuando la Revolución, ante el envejecimiento de la población cubana, le pedía que no se jubilara, no le costó ningún esfuerzo.

Pero hizo más. Cuando a su trabajo en el Ministerio de la Construcción llegaron las asambleas para aprobar la Ley de Seguridad Social que exigía la jubilación de las mujeres a los 60 años de edad, ella estaba allí para dar el ejemplo.

No importaba que el desgaste que entraña la cotidianeidad cubana, donde comer, vestirse y transportarse pueden llegar a convertirse en neurosis, artritis y migraña. Y que a los cincuenta años las mujeres cubanas parezcan centenarias.

Pero Ana Marta, tan intransigente, incluso consigo misma, no quería ver la realidad. En menos de un año se enrareció, aún más, el aire en la isla.

El eufemismo de llamar al desempleo, disponibilidad, se tradujo en la cabeza de Ana Marta en quedar, con una pensión mísera, abandonada en su apartamento de microbrigada, que le fuera otorgado tras trabajar diez años en la construcción.

Claro, la señora no le había dicho a nadie, como me lo confiesa a mí ahora, que realmente ella no podía pensar en retirarse porque no tenía quién la ayudara en la vejez; que en más de una ocasión se había visto sin jabón para bañarse o sin apenas qué comer; que no había dejado espacio para trazarse una estrategia de vida que fuera más allá de la inmediatez, del día a día.

Y en esa vorágine, por supuesto, había perdido la confianza de sus hijos que decidieron un destino fuera de la Isla.

Luego de una espera tortuosa a Ana se le han confirmado sus temores. Ahora “debe pensar en darle paso a las nuevas generaciones.” Dice Ana que esas palabras fueron la señal: “Ya no es tan imprescindible.”

Ella sabe que en enero recomienzan el proceso de disponibilidad en su empresa y que no le va a quedar más remedio que comenzar el papeleo de la jubilación.

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