En la Villa Panamericana

Por Lorenzo Martín Martínes

HAVANA TIMES – Hoy fui a visitar a una amiga al costero poblado de Cojimar. De vez en cuando nos visitamos y entre café y cigarros arreglamos el mundo. Entre buches de un brebaje amargo que familiarmente llamamos palmiche y en la bodega nos dicen que es café mezclado y nunca aclaran con qué lo mezclaron, conversamos de las últimas semanas desde que nos vimos, de planes inmediatos y de los últimos que se han ido, si, porque acá todos se van. La noticia más recurrente en estos tiempos es el último amigo que se marchó y aún no te has enterado.

Después de almorzar me pidió la acompañara a la feria de la vecina Villa Panamericana a buscar un par de zapatos porque los que tiene no aguantan dos cuadras más caminando y eso que los ha cosido y pegado mil veces. La caminata fue corta realmente y el sol no estaba inclemente.

Afuera de la feria

Con la idea de comprarme desodorante y alguna otra cosa que pudiera necesitar, cosa barata porque los precios están disparados, llegue a la feria. No habían pasado tres minutos de estar allí y me tocó vivir un evento del que, aunque había escuchado, jamás lo había vivido de cerca. Evento digno del más enrevesado de los capítulos de Expedientes X.

Después de revisar un par de puestos de ventas donde había zapatos y curiosear algunos otros en busca de cosas que pudiera necesitar para la casa, casi decidíamos ya que zapatos llevar. Es que comprar acá no es cuestión de quién tiene mejores productos o mejores precios, los precios son los mismos en todos los puestos, como si se pusieran de acuerdo y los productos que venden si no son los mismos se parecen mucho. La mayoría de la mercancía es importada por los mismos vendedores desde Panamá, Haití y otros mercados cercanos, o por mulas que hacen los viajes y le venden los productos a ellos por cantidades. Por cierto, la calidad deja mucho que desear. También es posible encontrar en la feria desde un café Serrano hasta un queso Gouda, sacado de las tiendas MLC y revendidos aquí a precio de un riñón.

Adentro de la feria

Pensando en lo disparado de los precios y en la miseria de mi bolsillo escuché un grito que parecía salido de la garganta de alguien que anunciaba un bombardeo aéreo:

– Aguaaaaaa!!!!  -gritó una voz estentórea de alguien que corría despavorido a más de cien kilómetros por hora.

Despistado mire al cielo, escudriñé las pocas nubes que se arrastraban con parsimonia por el bello azul y no entendí de donde podría venir la lluvia. Miré a mi alrededor y juro que no vi una gota de agua caer en ninguna dirección. Solo una actividad frenética denunciaba que algo fuera de lo común sucedía.

Teresita, notando mi despiste me tomó del brazo y me dijo:

“La policía o los inspectores mijo, o ambos, vamos que esto se jodió”, dijo resignada a pasar un día más casi descalza.

Por poco me rompo la cabeza cuando caí de la mata. Ni por la mente me pasaron los inspectores cuando sentí los gritos. Delante de mí se desarrolló una escena de las que solo a un cubano bien criollo no asusta.

Todo muy rápido, tan sincronizado que dudo que Michael Jackson hubiera sido más preciso en la mejor de sus coreografías. Todos a una comenzaron una danza increíble donde hasta los clientes participaban y ayudaban a los vendedores.

Las puertas de los kioscos, la mayoría metálicas, caían con estruendo y recordaban truenos, lo más cercano posible a una tormenta. Sillas y banquetas desaparecían lanzadas dentro de los establecimientos. Perchas y exhibidores colocados en las afuera de los puestos de venta eran recogidos más rápido de lo que fueron puestos. Un par de maletines de tamaño casa saltaron la cerca perimetral y fueron a dar con sus portadores a sendos carros parqueados en el callejón aledaño.

Extasiado mirando la actividad encubridora no noté lo que sucedía con las personas que me rodeaban. Cuando por fin emprendí el retorno pude notar, que cual obra paranormal, no quedaba casi nadie en la feria. Compradores y comerciantes se habían esfumado por arte de magia. El área que hacía un par de minutos rebosaba actividad era ahora una plaza desierta. Al revisar con la mirada apenas quedaban tres o cuatro personas que con parsimonia buscaban la salida.

Casi en la puerta de salida un viejo cartel de propaganda revolucionaria, caído y deteriorado por las inclemencias del tiempo servía de resumen de lo sucedido. No pasarán, rezaba el cartel de marras.

Una vez fuera nos esperaba la causa del zafarrancho: una patrulla de policía, un camión de la brigada especial llena de inspectores y varios agentes de policía vestidos de civil. Agentes estos últimos que desnudaban con la mirada a cuanto ser salía de la feria, incluido el perro con sarna que nos acompañaba en la retirada como si hubiera entendido los hechos. Agentes que no nos pidieron identificación casi de milagro, porque el rencor y la frustración de no haber podido capturar a alguien a quien extorsionar les empapaba la camisa cual sudor, era casi un ente palpable, un ente espeso, malsano.

Otro día más que me despierto alegre, que tengo mil motivos para pasarla bien y la realidad se encarga de amargármelo. Otro día más donde me toca pagar con tristeza la realidad de vivir en un país y en una sociedad atípica, donde la función de los comerciantes es desfalcar; la de la policía e inspectores, extorsionar y la del ciudadano, callar para no ser detenido y condenado por delitos contra la nación.

Al final tomamos un café en la esquina y Tere me acompañó hasta que llegó el ómnibus

que me devolvería a mi destruida Habana Vieja, nombre jamás mejor endilgado a un asentamiento urbano.

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