Por Lorenzo Martín Martínes
HAVANA TIMES – Llegar a viejo puede ser devastador. Al menos a mí me asusta. Con la edad me he vuelto más sensible, más empático. Y créanme que ser demasiado empático a veces duele. Uno quisiera poder solucionar los problemas de la gente sin notar siquiera que la vida propia tiene más problemas que un libro de matemáticas.
Hoy cambié los últimos 30 Euros que me quedaban de lo que me manda mi hija. Ella me los envía por tarjeta pero como todo cubano, no se lo vendo al banco que lo paga apenas a 120 pesos. Acá lo vendemos por transferencia a como esté en la calle, hoy logré colocarlos a 170 pesos, mucho más de lo que me pagaría el Estado.
Con mis 5100 pesos fui corriendo al agro, porque si demoro el dinero en las manos se me va volando en un par de gustos y cigarros. Igual se me fueron volando con las compras, pero al menos conseguí comida para unos días, no mucha, pero algo.
Compré 10 libras de arroz, 600 pesos. 5 libras de frijoles negros porque son los que menos demandan, a 140 pesos, 700 pesos en total. Dos potes de ají cachucha 80 pesos. Un maso de cebollino en 100 pesos, porque la cebolla me hace llorar de verle el precio. Una libra de ajo, 4 cabezas apenas, en 250 pesos. Compré un cartón de huevos, el salvavidas del cubano, en 1200 pesos y me sentí agradecido de encontrarlos. Dos paquetes de croquetas en 150 pesos cada uno. Compré también un aguacate, que algún gusto tengo que darme, en 50 pesos. Un par de libras de yuca a 30 pesos cada una sumaron 60 más.
De camino a la casa aproveché que no había cola en la bodega y saqué los mandados completos para no tener que ir más. Aquí gaste 600 pesos en unos mandados que cada vez cuestan más y alcanzan para menos. Por cierto este mes no vino aceite y dieron solo una libra de arroz, porque dicen que hay atraso en la entrega, que después del día 15 llega el resto.
Compré un par de cajas de cigarros a 200 pesos cada una y finalmente tuve que comprar un pomo de aceite en 700 pesos o tendría que comerme los huevos hervidos y las croquetas al horno.
En total gasté 5040 de los 5100, lo que me hizo preguntarme qué se hacen las personas que no reciben remesas y que viven de un salario, o peor, de un retiro. La vida se encargó de darme respuesta apenas unos minutos luego.
Llegando casi a casa con mi preciada carga encontré a una señora vendiendo un paquete de café de la bodega, que de café tiene bien poco pero ya estamos acostumbrados.
Debo confesar que jamás doy limosnas. Puede que suene tacaño o indolente, pero según mi experiencia la mayoría de las veces termina convertida en alcohol. Pero este caso me llegó al alma. No sé si fue la edad de la señora, combinada con su pulcritud, o si fue lo clara y dulce de su voz que me recordaba alguna voz conocida, quizás su parecido con mi madre, pero el alma se me partió en dos y el corazón en mil pedazos.
Roja como un tomate se agarró de mi brazo para levantarse y comenzó a caminar a mi lado. Luego de mi ofrecimiento me quedé sin palabras, no sabía qué decir, solo sentía que estaba haciendo lo correcto.
Para su edad subió ágilmente los escalones que separaban mi segundo piso de la calle. En el pasillo nos encontramos a Finita, como es habitual, la que curiosa por la compañía, quizás hasta celosa por verme acompañado por otra señora mayor que no fuera ella, preguntó:
En la casa invité a sentarse a la señora y a Finita le di el paquete de café con el encargo de que lo hiciera ella misma en mi cocina. Puse a calentar un congrí del día anterior y saqué los restos de ensalada de habichuelas que quedaron. Eso y una tortilla de queso serían el almuerzo de hoy.
Una vez colado el café regresé a la sala llevando una taza humeante del negro brebaje a la señora, la que se acomodó en un butacón como quien desea no ser vista, ocupando el mínimo espacio posible.
Junto con el café llegó Finita y con ella sus interrogatorios.
En ese mismo instante entendí por qué la voz me resultaba familiar. Increíble que 35 años después de mi paso por el Pre me encontrara con la profesora más bonita de mi época de estudiante. Nunca me dio clases a mi directamente, pero todos la conocíamos en la escuela. Elena, la profesora de literatura. Helena de Troya le decíamos por bonita, por la vehemencia con que narraba La Ilíada y por haber sido la manzana de la discordia, decían, entre dos profesores de la misma escuela que hasta se fueron a los puños y nunca más se hablaron. Me dio pena ver los estragos que hicieron los años en una mujer tan bonita.
No hice caso a Fina, pedí permiso y fui a la cocina a hacer las tortillas y servir la comida. El arroz ya estaba caliente y listo para servir. En un momento regresé a la sala y serví la mesa. Ayudé a mi invitada a sentarse conmigo y en silencio consumimos los alimentos. Alimentos que Elena consumió muy educadamente, pero sin pausas apenas. Era evidente el hambre que tenía.
Serví un café más después de almorzar y nos sentamos en la sala a degustarlo.
Un poco de arroz, otro poco de frijoles, la mitad del cebollino que había comprado y uno de los paquetes de croquetas, además de 10 huevos eché en las jabas (bolsas plásticas).
Tomó las jabas apretándolas contra el pecho, me dio un beso en la mejilla que me hizo sentir en la gloria (jamás he sentido tanto agradecimiento en un gesto) y bajando la mirada salió a paso lento del apartamento mientras yo mirándola marcharse murmuré sin querer:
No pude más y cerré la puerta. Quizás fui descortés a última hora, pero estoy un poco crecidito para escenas trágicas y su lágrima ya estaba invitando a las mías a correr. Es triste llegar a viejo y yo me estoy volviendo sentimental. No, no quería llorar con Helena de Troya.
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