Tres asesinos sueltos en Santiago

Kelly Knaub

Tres asesinos y su victima.

No podía creer lo que veía ante mis ojos.  Trataba de disfrutar en la cima de un pico llamado Puerto Boniato, en las afueras de la ciudad de Santiago de Cuba, cuando los pillé: tres asesinos, un largo machete y su víctima que muy pronto estaría muerta.

La víctima era transportada en un saco.  Los pies se retorcían y agitaban mientras los tres hombres la sacaban, ponían la saco vacía a un lado del árbol y se preparaban para la matanza. Justo unos segundos antes, mi mirada había estado enfocada en la dirección opuesta, en la bella vista de la montaña tropical.

Mi amiga y yo fotografiábamos las variedades de palma real, los estrechos edificios esparcidos por toda la ciudad de Santiago y la tenue silueta del horizonte en la distancia, donde la Sierra Maestra se une con el mar Caribe.  Ante mí se encontraba el atractivo paisaje y la diversidad de la vida; los tres asesinos y su víctima dejaban una sombra a lo lejos.

Un ritual de masacre.

Me estremecí cuando uno que no llevaba camisa sujetó  a su sacrificado entre las piernas y levantó su machete.  El que llevaba camisa azul  sujetaba las piernas; el tercero, también sin camisa, se sentó  a ver el espectáculo.  Me asusté.  “No”, le dije a mi amiga.  “! Lo van a matar!”, dije, una parte de mi cuerpo se preguntaba si lo que ocurría  era verdad, la otra quería seguir negándolo.

Volteé mi cabeza hacia el tranquilo paisaje, esperando evitar la intrusión de la muerte.  Pero la curiosidad me hizo mirar atrás.  El machete bajó, la sangre se desparramó, los pies que golpeaban quedaron inertes.  “! Dios mío!” dije.  No podía creerlo.  Quería correr y descender de esa montaña salvaje.  Pero la curiosidad creció dentro de mí.  Saqué mi cámara lentamente y con precaución comencé a tomar fotos.  Uno de los hombres me hizo seña para que me acercara.  Me levanté y poco a poco me aproximé a la escena del crimen.

El cuerpo, ya sin vida, era un cordero.  Los hombres colgaban el animal de una soga que habían amarrado al árbol y continuaban con su ritual.  Me fijé en su mirada vacía.  Era la primera vez que presenciaba tal espectáculo.  Los tres eran santiagueros.  Dijeron que se lo comerían.  Uno de ellos me dijo que costaba 100 CUC, descubrí más tarde que era tres veces más que el precio real.  “¿Lo quiere?”, me preguntó, mientras el flácido cuerpo colgaba ante mis ojos.  “No, gracias”, respondí rápidamente.

Minutos antes apenas podía mirar en esa dirección. Ahora estaba a unas pocas pulgadas del cuerpo masacrado, aturdida por lo que había frente a mí, aunque un poco aliviada porque había confrontado mis temores de esta espeluznante muerte.  La Habana citadina con su atmósfera artística se veía tan distante de este lugar.

Al día siguiente, mi amiga y yo montamos en un camión repleto de personas, nos dirigíamos a un lejano pueblo.  A mitad del viaje, un hombre abordó el vehículo con dos grandes y pesadas bolsas.  Una de ellas llena de mangos, la otra comenzó a moverse.  Miré la apertura de la bolsa y vi que salía la pequeña cabeza de un corderito.  Quería salvarlo, pero sabía que no podía evitar su destino. Así son las cosas en los campos de Cuba.

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