Katherine Pérez Domínguez
En muchos países las personas viven allá donde encuentran trabajo, el amor o ambas cosas -por solo hablar de la emigración voluntaria-, sin que ese espacio tenga que coincidir necesariamente con el lugar de nacimiento.
Los estadounidenses, por ejemplo, suelen estudiar en universidades alejadas de casa. La vida laboral tan cambiante y los lógicos deseos de prosperar los llevan también a desplazarse constantemente entre los estados.
La Vieja Europa, con su zona Schengen y sus empresas globalizadas, constituye otro gran campo de movimiento. Demás está decir, sin embargo, que nadie definiría como emigrante a un estadounidense o a un europeo residente fuera de su ciudad natal. Ese término suele utilizarse, fundamentalmente, en el caso de las personas provenientes de naciones pobres que se establecen en países más desarrollados. Hablamos, sobre todo, de europeos del este, latinoamericanos, asiáticos o africanos.
En Madrid, una ciudad cosmopolita, es bastante habitual contar en tu círculo de amistades o conocidos con otros europeos, latinoamericanos o personas del norte de África. Si como en mi caso has residido allí por 10 años, no es difícil entrar en contacto con italianos, franceses, rumanos, argentinos, ecuatorianos, venezolanos, marroquíes y otras nacionalidades.
Los encuentras en la universidad, en los diferentes trabajos, pueden ser tus vecinos, tus médicos, tus plomeros habituales. Otro tanto ocurre en ciudades estadounidenses como Miami o New York. Todos y cada uno tienen su propia historia, porque si algo aprendes viajando y conociendo a personas de cualquier parte del mundo es que existen tantas razones para emigrar como personas. Y todas, absolutamente todas, son válidas.
Al final del camino las posibilidades son infinitas, para bien y para mal. Muchos consiguen la tan anhelada prosperidad económica, otros tranquilidad y seguridad, algunos encuentran la felicidad. ¿Qué pasa, sin embargo, con aquellos que no consiguen estos objetivos o simplemente no pueden adaptarse a su nuevo lugar de residencia? La respuesta, para muchos de mis amigos extranjeros en Madrid, era obvia: seguir en la búsqueda del lugar ideal o sencillamente regresar. Así de simple, sin cuestionamientos, sin dudas existenciales, sin remordimientos. Así de simple, excepto para los cubanos.
Esas puertas que hasta hace muy poco tiempo estuvieron cerradas para todos los cubanos que habían emigrado “ilegalmente”, esa aberración de impedirte el regreso a tu propio país, hoy en día es, por suerte, parte del pasado. La implantación de nuevas leyes migratorias en Cuba, que no por tardías fueron menos bienvenidas, permite, finalmente, que muchos cubanos puedan ejercer el derecho fundamental de vivir en su propio país.
Caídas las barreras oficiales, sin embargo, quedaban en pie otras, quizá no tan perceptibles, pero no menos relevantes. Y es que pareciese que el emigrante cubano tenga que enfrentarse con un estigma constante, con una especie de sensación de fracaso que no solo está relacionada con los sentimientos individuales, sino también, y esta es la parte más lamentable, con el pensamiento de una sociedad cubana que percibe la emigración como el único camino posible hacia el progreso, y el regreso como un absoluto fracaso.
Algunos piensan de buena fe que la adaptación al contexto nacional después de años viviendo en otro país es difícil y dolorosa. ¡Y ciertamente lo es! Sin embargo, no es más compleja que ese otro proceso de adaptación que tuvimos que hacer cuando llegamos a nuestros países de acogida.
Sé muy bien, por experiencia propia, que una vez hecho ese recorrido, se puede hacer tantas veces como sea necesario. Pero si bien tenemos que lidiar con los bien intencionados que se preocupan por nuestro bienestar y futuro, las razones de otros para cuestionarse el regreso del emigrante cubano no son tan nobles. He conocido casos terribles, experiencias que resultan duras hasta para ser contadas, todas relacionadas con la visión del que se fue como el sustento esencial de algunas familias en Cuba.
Los de la Isla, como muchos otros, somos gente familiar y preocupada por los parientes que dejamos atrás. Estamos al tanto de los eventos, los cumpleaños, las necesidades. Gastamos ingentes cantidades de dinero en llamadas telefónicas, mensualidades, paquetes, viajes cargados de maletas a precio de oro, renovación de pasaportes y papeles que también pareciesen hechos con metales preciosos.
Y entonces deciden regresar, con razones tan válidas como las que les hicieron irse, y se encuentran con familiares que no quieren perder sus mensualidades porque se han acostumbrado a vivir de ello, personas sanos y fuertes que en vez de trabajar e “inventar”, como decimos en Cuba, se han sentado a esperar que las cosas le caigan del cielo, quiero decir, del extranjero. Amigos que lo eran solo para beber de las cervezas que compraba el emigrante en sus viajes a la Patria. Gente interesada no en las personas, sino simplemente en el dinero.
¡Es triste!, pero quiero creer que son solo casos aislados, quiero pensar que seguimos siendo un país familiar, amigable, y que acogeremos a todos los que decidan regresar sin cuestionarnos sus razones, sino apoyándolos y ayudándoles en ese paso decisivo.
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