Pagar por el sueño ajeno

Kabir Vega Castellanos

Cajero automático en La Habana. Foto: Juan Suárez

HAVANA TIMES — La propaganda, hoy por hoy, más que promocionar un producto por su calidad o utilidad, tiene como meta cultivar en el ciudadano la sofocante sensación de que lo necesita, no importa si es una sensación de carencia falsa.

Es algo que todos sabemos, incluso los que se dejan arrastrar por ella. Sin embargo, como publicidad de consumo no solo me refiero a la que se difunde en la TV capitalista, en posters o anuncios, también incluyo la moda en general.

Alguien puede sentirse feliz en un hogar relativamente humilde, un sencillo televisor, un teléfono sin grandes pretensiones, pero funcional; con tener la ropa y el calzado básico. Pero en el mismo momento en que ve a otra persona con productos más vistosos, (más si esa persona es conocida o si lo ostenta para hacerlo sentir inferior), la alegría y paz que sentía, se disipan.

Pero no es solo ese fenómeno, el entorno o, mejor dicho, la sociedad en sí, es la peor forma de propaganda.

Un ejemplo simple: las festividades señaladas mundialmente como el Día de las Madres, de los Padres, el Día de San Valentín o la Navidad, entre otros eventos tradicionales. Son momentos que están marcados por el consumo, incluso en esta isla todavía apartada del capitalismo feroz, es imposible visitar una tienda sin encontrar posters relacionados con el tema.

Por otro lado, los amigos, vecinos, compañeros de trabajo o estudio, se suman a la inercia y te imponen que ese sea un día “especial”.

¿Cuántos no han mentido acerca de que su cumpleaños o vacaciones fueron especiales?

Pero eso no es tan grave, sino cuando alguien no está de acuerdo en dejarse llevar por la corriente. Enseguida es señalado como antisocial.

Yendo un poco más hondo en el asunto, ¿cuántos no probaron fumar en la secundaria? Ya sea porque se lo propusieron o porque los demás lo hacían y no quería quedar fuera del grupo. Cuántos no prueban el alcohol por la misma razón.

Es una muestra directa de cómo es posible incorporar un hábito dañino por la presión social, aunque las consecuencias tenga que pagarlas solo.

Sin embargo, más allá de consumir placeres perjudiciales como moda, es cuando no la ropa o los equipos de alta tecnología, sino el propio cuerpo se vuelve un producto obsoleto.

Muchos entrenan arduamente deseando tener la figura que nos imponen los medios, la que les dará la aceptación entre los demás, una meta sana que desarrolla la voluntad en el proceso. Pero hay quienes pagan por llegar más rápido recorriendo atajos: voluptuosos senos y glúteos falsificados, músculos de enorme volumen sin ejercicio alguno o hasta la posibilidad de liberarse de la grasa corporal con peligrosas intervenciones quirúrgicas.

Perdiendo casi la identidad por el camino, cabría preguntarse qué queda de lo que habría sido realmente cada cual: aquellos sueños que se albergaban durante la infancia, cuando el mundo no parecía ser una pista de carreras, donde es obligatorio (no llegar, porque nunca se llega) sino permanecer entre los primeros, al precio que sea.

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