¿Diferencia de clases?

Kabir Vega Castellanos

Jóvenes cubanos. Foto: Juan Suárez

HAVANA TIMES — Cuando recuerdo cómo me sentía en mi aula al principio del curso de inglés, el cambio me parece increíble. Veía a tanta gente con teléfonos táctiles que me daba pena usar mi MP3 ya que hasta el reproductor de música era un indicio de jerarquía.

A veces me preocupaba qué pensarían de mí que estaba obligado a repetir tanto la ropa, y ni qué decir los zapatos. No soportaba que mandaran un ejercicio donde fuera preciso hablar de uno mismo. Me volvía loco pensando qué decir, me parecía que mi casa, mi situación y en general mi vida era tan aburrida mientras las vidas de los demás lucían tan interesantes.

Cuando entre los ejercicios de clase preguntaban si tomabas la guagua para ir al trabajo o la escuela, todos respondían, “No, I take a taxi”. Así que también llegué a creer que era el único que resistía casi tres horas diarias en guaguas repletas, donde por momentos resulta difícil compartir el oxígeno.

En el receso sentía envidia de los que podían comer una manzana frente a los demás, una hamburguesa o jugos de hasta 3.30 CUC, estaba convencido que sólo yo no me podía dar esos gustos.

Recuerdo que una alumna que no solía interesarse en participar en la clase, una vez que el ejercicio consistía en describir la casa de uno se mostró muy ansiosa por responder, y era sólo para decir que su casa tenía quince habitaciones.

En otro ejercicio con vista a aprender a hablar en pasado, donde debíamos decir qué habíamos hecho en nuestras últimas vacaciones, casi todos contaron que habían ido a Varadero. Tan evidente se volvió la farsa que el profesor dijo: “¿Y si todos fueron a Varadero, por qué ninguno se vio?

En una ocasión fui a Coppelia con dos colegas y la conversación abordó por un momento los problemas del país, se dijo entre otras cosas que los precios estaban pensados para prácticamente el uno por ciento de la población. Yo me animé pensando que al fin compartiríamos preocupaciones sinceras, pero por el tono indiferente en que hablaban los dos parecían dejar claro que pertenecían a ese uno por ciento.

Pero como se dice que lo semejante atrae lo semejante, el alumno que se sienta junto a mí en la clase fue notando que mi actitud era distinta y empezó a manipular su MP3 ante mí sin ningún complejo. Durante el receso, si salimos a la calle, ya compraba varios cucuruchos de maní para calmar el hambre.

Poco a poco el miedo a mostrar la realidad fue desapareciendo. Un día una compañera de clase con la que converso bastante abrió su monedero ante de mí sin ningún recelo: tenía solamente seis pesos cubanos.

Lentamente me di cuenta de que al empezar el curso todos (incluso yo), incorporamos una especie de personaje como mecanismo de defensa. Pero como todo lo que no es real, éste no se sostiene y con el tiempo se fue desmenuzando.

Al final fuimos saliendo nosotros, lo que de verdad somos, con todos los problemas que tiene un cubano de a pie.

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