Isbel Díaz Torres
El presente diario también lo encabeza un verso de Fina. Y es que para mí, la nieve y Fina levitan indisolubles, como sustancias apenas accesibles, de tan simples y llanas.
En Cuba nunca tendremos nieve, decía, y por eso la experiencia de tocarla, sentirla fría y dolorosa en la palma de la mano, es algo que siempre se dibujaba como imposible, como utopía lejanísima.
Sin embargo, la he tenido entre mis dedos.
La he visto primero a través del cristal del autobús, cubriendo las yerbas que bordean la carretera, sobre las vetustas coníferas que corren hasta perderse de vista, en los cercados de madera.
En una breve pausa del viaje, pude entender el incomprensible caos de los copos, minúsculos, que en libertarios giros llenaban el aire de luz, de ráfagas imprevisibles, de bondadosas lloviznas.
Después, al bajar del vehículo, el encuentro fue directo, pleno, total.
A la par, resonaban las asfixiantes tejas de fibrocemento de mi cuartico en La Habana, donde la temperatura tortura a mi amado día tras día, y donde he sudado de calor veranos e inviernos.
Antes de llegar al apartamento que me acogió, en uno de los parterres grises, ya unos chiquillos habían armado el primer muñeco de nieve de este invierno, informe, rústico, fantasmagórico… y tierno.
Levantándose de suelo sucio, medio borracho, me decía: “Como ves, Isbel, no es nada del otro mundo”.
Y yo lo miraba extasiado, casi con lágrimas en los ojos.
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