Una jefa diabólica

Irina Pino

El transporte en La Habana. Foto: Caridad

HAVANA TIMES — Allá por los años 90, yo trabajaba en una librería. Estaba contenta, tenía el puesto ideal, pues me hallaba rodeada de libros. Aprendí a tratar a la gente que iba a comprar, sugiriéndole títulos. Socialicé, hice amigos.

Me la pasaba leyendo cuando no había clientes. Tenía afinidad con un señor mayor que fue actor de teatro durante su juventud, y que laboraba como cuidador por las noches. Juntos compartíamos la pasión por los libros, películas y obras teatrales. Todo andaba bien hasta que, mi jefa, una mujer de más de 60 años, comenzó a hacerme la vida imposible…

Primero comenzó a decir a mis espaldas que no me vestía adecuadamente, porque usaba bermudas, pero en ese lugar el calor era sofocante y no tenía ni siquiera un ventilador. Tampoco me entregaron un uniforme, así que tenía que usar ropa ligera en el verano.

Se hizo evidente que le caía mal, y me chequeaba constantemente el dinero de la caja registradora; una vieja caja que solo servía para guardar el dinero. Le pedí me consiguiera una calculadora, y nunca lo hizo; debía sacar las cuentas mentalmente o a mano.

Me enteré que ella aseguraba que yo les cobraba a los clientes por encima del precio establecido, para mi beneficio personal.

Empezó a hacerme la guerra: escondía libros caros, para que yo pensara que me los habían sustraído, y entonces yo tenía que pagar de mi bolsillo por el supuesto robo. Luego colocó tarjetas para controlar la entrada y salida de libros. Por el contrario, para mí esto resultaba mucho mejor, como una especie de inventario perpetuo.

Allí se desarrollaban eventos internacionales y venía gente foránea, sin embargo, en aquellas ocasiones, ella era la única que vendía los ejemplares. Yo sospechaba que ella cobraba los libros en divisa, y ponía de su bolsillo la moneda nacional, quedándose con una jugosa ganancia. Andaba con mucho dinero, se vestía bien. Alguien me lo confirmó más tarde.

También se dedicaba a regar chismes: que yo me acostaba con compañeros de trabajo. Me llamaba puta a escondidas. Todo lo que yo hacía estaba mal, me criticaba duramente cualquier acción.

A veces me pedía, casi de forma impositiva, que me quedara después de mi horario laboral, porque la compañera que me cubría estaba enferma. Muchas veces lo hice, hasta que me cansé del abuso, porque las horas extras no las pagaban.

Al cabo de un tiempo, llegó una chica nueva. Ella me relevaba después de las cuatro de la tarde. A ella sí que la trataba bien, la invitaba a los eventos, le consiguió un ventilador y una calculadora. Llegó a decirle a esta muchacha que vigilara todos mis pasos.

Un odio atroz crecía hacia aquella mujer, sentía ganas de abofetearla, pero mi buen amigo me frenaba, diciéndome que no valía la pena. Continuamente me hallaba planeando cómo deshacerme de ella, quería, incluso, contratar a alguien para que le diera una buena paliza, no sé, algo que la hiciera cambiar. Llegué a pensar, ¡ojalá existiera la mafia!

Cuando me casé, mis compañeros me sugirieron que no dejara de invitarla a la boda, por si acaso. Durante la ceremonia me dijo que iba a ser muy infeliz, porque llevaba un collar de perlas, y esas perlas significaban lágrimas de dolor, sufrimiento eterno. ¿Qué clase de aliento es ese para una novia?

Después que tuve a mi hijo, y quise reintegrarme al trabajo, ella apoyó al director para que me cambiara de plaza laboral; el Sindicato tampoco hizo nada. Alegaban que como yo tenía un hijo pequeño, no podría cumplir con mis responsabilidades a cabalidad. Por lo que contrataron a otra persona para mi puesto.

No quise luchar, ni acudí a leyes laborales para defenderme. Decidí dejar aquel centro de trabajo para siempre. Fui más feliz, logré cosas.

Hace unos años me encontré a mi antigua jefa en una tienda, me contó que el techo de su casa se cayó, y que por poco pierde la vida.

¿Se iba a cumplir, acaso tardíamente, mi venganza?

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