Las jineteras que conocí

Irina Pino

Extranjeros y cubanos en la Plaza Vieja.

HAVANA TIMES — En la década del ochenta, cuando residía en El Vedado, conocí a varias jineteras, Pepe, mi amigo gay, me llevaba a sus casas para cambiar ropas –eso se usaba–, si alguna prenda que tenías no te gustaba, hacías un intercambio por una pieza o dos, en dependencia de su valor o marca.

En medio de aquel entretenimiento pude asomarme al mundo de las jóvenes meretrices, ellas no tenían proxeneta que las controlara y les consiguiera clientes, salían solas a cazar turistas, por aquella época el dólar estaba penalizado, así que tenían que andar muy cuidadosas para atraer a los foráneos, solían sentarse en el lobby de un hotel cualquiera, con un discreto toque de elegancia: maquillaje suave, casi natural, vestidos y carteras en combinación con los zapatos, y el perfume francés. También iban a la playa cerca del hotel Mar Azul, o a la Playita de 16 de Miramar, y aprovechaban para ligar.

Todas hablaban un poco de inglés, sabían las frases básicas para la comunicación; Karla, la rubia, hablaba con fluidez el idioma del amor, pues había estudiado 3 años en la Alianza francesa.

Había un gusto por comprar ropa, deseo de hospedarse en casas en la playa, ir a discotecas y restaurantes. Solo querían pasarla bien, como en unas eternas vacaciones. Olga, la mayor del grupo, logró casarse con un sueco adinerado que se enamoró de ella, el tipo se cansó de mandarle cartas de invitación, pero ella le cogió miedo a lo desconocido y no quiso viajar; hasta que él se cansó y le puso el divorcio.

Las demás se burlaron de su estúpida decisión, luego ella se arrepintió de haber perdido la oportunidad. Sin embargo, Aby, la que tenía menos suerte para ligar, se casó y se fue a vivir a España.

La mayoría de las muchachas provenían de familias disfuncionales, en unas faltaba la madre, en otras, la figura paterna. Muchas de estas chicas eran inteligentes, Marta escribía cuentos, a Sandra le encantaba Chopin. Tampoco tenían esos grandes conflictos existenciales, lo que ganaban lo compartían con su familia y sus novios cubanos. Lo que conseguían, significaba el botín de guerra, sin embargo, ellas no se ponían precio, tomaban lo que el turista les ofrecía, aunque a veces solo se quedaban con parte de su equipaje al marcharse: cosméticos, ropa, mochilas; para ellas nada era despreciable, todo servía y podía venderse.

Cuando los extranjeros no hablaban español, confesaban que se reían de ellos en su propia cara, llamándolos “comemierdas”.

Algunas fueron detenidas, incluso les levantaron actas de advertencia, no obstante, sin mayores consecuencias, siempre salían ilesas, pues contaban que se hacían amigas de los policías.

Ignoro qué ha sido de ellas, hace unos años vi a Olga, trabajaba de tendera en el centro comercial Carlos III, tuvimos una simple conversación, nunca consiguió tener hijos, aunque le iba bien con su pareja. No quise hacer alusión a sus aventuras del pasado.

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