Guillén Landrián, el descarriado cineasta cubano

Irina Echarry

Guillén Landrián

HAVANA TIMES — La última Muestra de Jóvenes Realizadores reservó un sitio especial para el homenaje a Nicolás Guillén Landrián. La proyección de nueve de sus documentales fue un excelente regalo para quienes no habían podido ver —o solo conocían parcialmente— su filmografía.

Los del Baile (1965), Coffea Arábiga (1968), Ociel del Toa (1965) o Taller de Línea y 18 (1971) son materiales que ayudan a comprender una época. En las convulsas décadas del 60 y 70 del siglo pasado, la mayoría del pueblo se había subido, sin pensarlo dos veces, al carro de la revolución e ir contracorriente podía ser castigado.

Aunque el ICAIC funcionaba como un nicho de cierta libertad creativa, no escapaba al control y la censura. Por decisión de unos pocos —y consentimiento de muchos— los intelectuales solo debían asentir y poner su arte al servicio de los cambios que acontecían en la isla; o marcharse del país. Quien se atreviera a pensar diferente, darle “armas al enemigo” u oponerse al realismo socialista que se implantaba, no tenía cabida en un pueblo que hacía sacrificios extremos en pos de una vida mejor.

Es así como se explica que la obra de Guillén Landrián que sobrevivió las malas condiciones de conservación, no se divulgue. Hay sitios en internet donde puede encontrarse y también circula a través de memorias flash o DVDs, pero no la programan en el circuito nacional de cine o la televisión (ni siquiera la mencionan en los espacios dedicados al séptimo arte). No hay un reconocimiento oficial, público, sobre la producción cinematográfica de Nicolasito; es como si no existiera. Apenas dos o tres críticos le han dedicado alguna investigación.

Cuando analizamos la época descubrimos el porqué de la omisión. Landrián hizo un cine muy individual, poco semejante a lo que se realizaba en Cuba en ese momento. La política cultural que se instituyó determinaba que lo más importante era la Obra de la revolución y había que alabarla sin burlas, sin sofisticación ni grandes innovaciones; el halago debía ser directo, para que se entendiera y no diera pie a malas interpretaciones.

Entonces llega este muchachón experimentando con un cine difícil de etiquetar, crítico, permeado de muchas corrientes que hacían moda en otras partes del mundo —la nueva ola, el cinema veritá, etc. —, de las que se nutría sin excesos, solo para moldear su manera de hacer; y juguetón, en momentos de máximo estrés y seriedad.

Cuentan que tuvo una vida intensa, sufrió cárcel más de una vez, fue hospitalizado y recibió varias descargas de electroshock. Algunos hablan de esquizofrenia; otros refieren que, aislado, sin poder filmar, decidió hacer un gran “performance” y quemó la granja avícola a donde lo habían mandado a “rehabilitar” por su “desviación ideológica”.

Sin embargo, viendo su cine y leyendo sobre su vida, salta a la vista lo peor que hizo Landrián: no legitimó a la masa ni se reconoció en ella, no por desprecio, sino en defensa de su identidad.

Landrián, alejado de la gran épica, las hazañas heroicas y las figuras relevantes, penetró con su cámara en el mundo interior de aquellos en los que nadie reparaba, dio realce a los que —confundidos en la masa— no se veían; los sacó de ahí y los distinguió como individuos. Así, retrata la vida de un barrio capitalino o se traslada hasta Baracoa, habla sobre el cultivo del café, filma asambleas, muestra la vida de un adolescente que trabaja en el río Toa, se adentra en la dinámica de una fábrica de guaguas o simula un alegórico entierro de la ignorancia; con su enfoque siempre puesto en los seres humanos, en las historias de vida.

Un detalle distintivo, además de recrear la cotidianidad de las personas las puso a mirar a la cámara, fijamente, sin hacer más nada, solo observándonos. La mirada sincera de Landrián, a veces cruda, se recreó en los rostros, penetró en los ojos, sin distinción de raza o género.

Por un tiempo lo ubicaron en un departamento de documentales didácticos. Imagino que un espíritu inquieto se sentiría maniatado en ese puesto, aunque él no se dejó caer. De ahí el sarcasmo que se percibe en Cómo construir una casa (1972), un “video tutorial” que, como indica el título, dicta los pasos a seguir para la construcción de una vivienda, haciendo referencia a las microbrigadas sociales (aquel movimiento de construcción donde los trabajadores levantaban sus propias casas).

Es casi una tele-clase donde reitera las frases, hace énfasis en el orden de los pasos y termina enumerando los materiales y recursos imprescindibles para la realización de la obra donde deja claro que lo más importante es el ser humano.

En Los del baile, la cámara muestra a un grupo de personas —las mismas que van a las movilizaciones, trabajos voluntarios, reuniones sindicales; los protagonistas de la vorágine de cambios que se suceden—; sin embargo, no los vemos marchando o en el surco, sino que esa gente humilde baila gozosamente al ritmo de Pello el Afrokán y otras melodías.

Con un sonido nada convencional —donde a la voz de los obreros se unen ruidos de herramientas y música (todo al unísono) —, Taller de Línea y 18 ofrece, de manera sintetizada y provocadora, dos mundos paralelos en los que vivía el trabajador cubano: la producción y la politización.

Un material por encargo que devino en joya no solo por su contenido irónico sobre el famoso Cordón de la Habana sino por el montaje acelerado y la utilización de carteles que interactúan con el espectador, es Coffea Arábiga; para los que dudaban de su irreverencia, Landrián finaliza el documental, en pleno año 68, con The Fool on the Hill, un tema del cuarteto británico prohibido: The Beatles.

Por eso es que su nombre apenas se menciona aunque su obra, a través de fotomontajes, sonido alocado y mucha subjetividad, refleje la turbulenta época en que vivió; porque lo hace cuestionándola, sin dejarse dominar por ella y con la burla como vehículo. Entonces, mejor cederle el puesto de gran documentalista a Santiago Álvarez quien, además de dejar materiales de calidad, sí supo comprender su momento histórico… ¿o no?

Recordemos que en aquel momento, quien se atreviera a pensar diferente, darle “armas al enemigo” u oponerse al realismo socialista que se implantaba, no tenía cabida en un pueblo que hacía sacrificios extremos en pos de una vida mejor. Ahora, ¿qué se entendía por una vida mejor? Esa es una pregunta que tendría demasiadas respuestas.

 

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