Cumpleaños feliz

Irina Echarry

HAVANA TIMES — Frente al equipo de música un pequeñín se retuerce, manotea y hace gestos bruscos con las caderas. “Quimba pa que suene”, grita, y deja caer el globo rojo que sostenía en la mano. La payasa elimina el maquillaje de su cara, los niños corren, los adultos se relajan; la fiesta ha terminado.

Pero unas horas antes todos tenían un motivo para estar ansiosos.

César cumplía 6 añitos y la añorada fiesta con payasos lo hacía sentirse especial; los abuelos no querían celebrarlo en casa, mas no había otra opción; y los padres de César tenían una poderosa razón para estar estresados: el bolsillo se les fue vaciando poco a poco mientras conseguían las cosas. ¿La payasa? … bueno en realidad no sé si ella estaba ansiosa, apareció con una gran sonrisa dibujada en el rostro.

La fiesta se hizo en un modesto apartamento de microbrigadas, sin ostentación, pero sin violar las reglas que se han ido imponiendo en estas celebraciones.

Por ejemplo, muy pocos siguen la costumbre de llevar regalos al homenajeado, ahora es él o ella quien debe garantizar los obsequios de cada uno de los invitados.

En este caso estuvo bien definido el regalo para hembras y el regalo para varones, incluso se hicieron filas diferentes a la hora de repartirlos.

El padre de César estaba muy compungido ¿la causa? No había suficientes collaritos, cintillos o muñequitas, y muchas niñas tendrían que resignarse con carritos.

En los cumpleaños modernos se ha encarecido el buffet, pues una gran parte de los ingredientes se adquiere en divisas; junto a la típica ensalada fría, el cake y las croquetas debe haber además del pastel, cabezotes, torticas, tartaletas, etc.

Eso me dijo una de las mamás de la fiesta al abrir la cajita, luego exclamó: mira, este cumple está bueno. Y en ese momento comprendí cuánto habían gastado el papá y la mamá de César.

Una fiesta con payasos es el sueño de muchos niños y niñas, aunque no todas las familias pueden pagarlo. Sin embargo, la “industria de la celebración infantil” ha generado tal dinámica que aún si no tienen grandes entradas de dinero o algo ahorrado, la mayoría de las familias se empeña en garantizar, al menos una vez, la actuación de algún clown.

Y por supuesto, ese evento hay que registrarlo; esa era mi misión: sacar las fotos.

La payasa de esta ocasión se encargó de incentivar en los pequeños el ansia por ganar. Los juegos que promovió fueron competitivos y los que no, pues ella se encargaba de darles el toque.

Por ejemplo: enseñaba una lámina con un dibujo por el que debían identificar una película infantil. Está bien ¿no? Recuerdo en mis cumpleaños de niña cuando jugábamos a algo parecido, y juntos a coro gritábamos la respuesta. Pues no, en esta ocasión no fue así.

Además de que a veces la payasa pedía el título de la peli en inglés sin tener en cuenta que había diferentes edades allí reunidas, los menores debían levantar la mano para responder, ella escogía quién iba a hablar: si fallaba, ella se encargaba de decir: “fulanito PERDIÓ”, y si acertaba lo separaba del grupo y le entregaban un regalito (ya saben: carritos pa los machitos, muñequitas pa las niñitas).

¿No imaginan lo que pasó? César, el homenajeado, no acertó ni una sola vez; en su carita apareció una mueca que se disolvió con el jueguito de las sillas; César quedó sin silla en la primera vuelta y tuvo que dejar el juego porque había “PERDIDO”.

Hubo más diversiones y, al final, ¡a halar la soga! Cuando más divertidos estaban los pequeños halando como podían, hembras y varones juntos, riendo, unos adultos se pusieron en un extremo de la soga, en el otro quedaron solo niños (entre ellos César); creo que no tengo que decir cómo terminó.

El llanto de César (quien creía ser el centro de su fiesta) inundó la pequeña salita, había PERDIDO una vez más y el roce de la soga le había hecho daño en una manito.

Los padres, en aras de alegrarlo, le pedían (casi le exigían) que sonriera, que aprendiera a PERDER.

Como la payasa determinó que era el momento de las fotos (aunque yo estuve sacando fotos desde antes de llegar los invitados), movilizó a los niños frente al cake para la foto clásica.

Primero con las hembritas; luego con los varoncitos; ahora todos juntos. Después con los abuelos, con los padres, con la bisabuela, con los tíos, con los vecinos.

César estaba aburridísimo, los padres le pedían que sonriera y mirara a la cámara. Conclusión: niños rebosantes de felicidad.

La piñata con un superhéroe infantil, fue hecha por el padre de César, y apenas pudieron colgarla pues los niños ya no aguantaban más e hicieron lo imposible por adelantar el momento de tirarse al suelo a buscar las chucherías mezcladas con lápices, colores, gomas de borrar, libritos, superhéroes plásticos diminutos, barbys y confetis.

Confetis industriales, por supuesto, aquellas horas que yo pasaba junto a mi padre con la ponchadora haciendo confetis caseros de distintos colores son solo recuerdos, “memoria de la pobreza”, según dice un amigo.

Algo me falta por contar y es que para el juego de las sillas la payasa pidió reguetón, de pronto todos los presentes, grandes y chicos comenzaron a moverse como el reguetón manda, las madres alentaban a los pequeños a imitarlas, y ya no hubo más música infantil.

La fiesta había terminado, el piso estaba lleno de cajitas, pedazos de cake, vasos de helados y globos sueltos; y todavía quedaban niños degustando el reguetón, retorciéndose, haciendo movimientos bruscos con las caderas y provocando la sonrisa orgullosa de los mayores.

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